viernes, 14 de enero de 2011

OBSOLESCENCIA PROGRAMADA (14/01/2011)

No hay quinto malo. A pesar del dicho, pronto descubrí que tener por delante a cuatro hermanos en la estricta jerarquía de una familia numerosa, tenía sus inconvenientes: jamás me sentaba junto a la ventanilla en el atestado coche familiar, y mis libros de texto, al comienzo de cada curso, nunca tenían ese aroma embriagador a tinta fresca, a tapas nuevas, que eran bálsamo infantil para soportar el traumático fin del verano. Muy pronto, sin yo saberlo, la obsolescencia programada iba a venir en mi auxilio. Los editores comenzaron a cambiar sistemáticamente los libros de texto, de un año para otro. El contenido era casi idéntico – se limitaban a cambiar las tapas, la maquetación y las fotos de sitio – pero, para desesperación de mis padres, aquello impedía que pasaran de unos hermanos a otros. Lejos de la autárquica España, la obsolescencia programada no era un fenómeno nuevo. En los años veinte, los fabricantes de bombillas ya se habían dado cuenta de que diseñar productos demasiado duraderos era un negocio dudoso; que las bombillas debían tener una vida útil limitada para que el consumo no decayese. Con el tiempo, la estrategia se hizo más refinada: el consumidor debía sentir que la ropa que vestía, el coche que conducía, ya no valían porque se habían pasado de moda. Los bienes de consumo se hicieron cada vez más atractivos, más tecnológicos, más efímeros. Hoy, la obsolescencia programada constituye la filosofía no declarada de nuestro sistema económico. Sólo una hecatombe, que la especie humana lleva ya unas décadas incubando pacientemente, sería capaz de cambiarla. ¿Aterrador? Quizá no tanto. Después de todo, ¿existe algo más obsolescentemente programado que la propia maquinaria humana? Les dejo. He quedado con mi señora para ir de rebajas. No se maltraten. Son cuatro días.

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