Los líderes
políticos son como los entrenadores de fútbol: disfrutan de momentos de gloria,
pero a todos sin excepción les llega la caída. En el caso de una actividad tan
poco sofisticada como el fútbol, el azar interviene para que tarde o temprano
se dé la combinación fatal de resultados que lleven a la destitución del
entrenador. En el caso de la política, el problema reside en una falsa ilusión
que se repite una y otra vez. El ciudadano cree que los políticos pueden - ¡y
deben! – hacer que desempleo baje, los sueldos suban, los precios bajen, los
servicios sociales lo cubran todo, y que la sanidad y la educación sean
gratuitas, universales y de alta calidad. Una tarea titánica y, por desgracia,
irrealizable. Fatídicamente, la ilusión por todos los proyectos políticos
renovadores acaba desvaneciéndose y sus líderes arrinconados en alguna sinecura
oficial, desprestigiados y viviendo de la gloria pasada. Cualquier político
profesional conoce este destino, pero el ansia de poder es más fuerte. Su mayor
irresponsabilidad consiste en hacer promesas que no podrán cumplir –
obviamente, para lograr los votos necesarios - en lugar de plantear los
problemas de una forma más realista. Por ejemplo, reconociendo que para que una
sociedad mejore, sea más productiva y más pacífica, se requiere el esfuerzo
individual de cada uno de sus miembros. Que el político puede crear las
condiciones que favorezcan la prosperidad, la justicia social o la igualdad de
oportunidades, pero jamás podrá por sí solo conseguirme trabajo, dar un giro a
mi negocio o mejorar mi formación. Todo esto lo tendré que hacer yo, y esa será
mi responsabilidad. Lógicamente, este discurso no existe, y menos aún en estos
días. Hoy los políticos prometen y los votantes nos ilusionamos. En el fondo,
la campaña electoral es una fiesta. Disfrutémosla. Ya llegará el tiempo de los
desengaños.
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