A Manuela Carmena, alcaldesa de Madrid, le va la marcha. Aunque cuente
las cosas con una suavidad exquisita, como si fuera una abuelita inofensiva
rodeada de nietos al calor de la lumbre, estoy convencido de que, en el fondo,
le encanta meter el dedo en el ojo de Esperanza Aguirre, su más enconada
enemiga. El último encontronazo ha surgido de la petición de una asociación
naturista de celebrar en las piscinas públicas madrileñas “El día sin bañador”.
Doña Manuela, que se confiesa adicta al “sí”, ha acogido favorablemente la
propuesta pero trasladando la decisión definitiva – léase, el marrón - a los
distritos respectivos para que se pronuncien. Hasta hoy solo lo ha hecho el de
Puente de Vallecas, con una lógica prudencia: el perfil de los usuarios no
aconseja autorizar el día sin bañador. Confieso que no soy un naturista
convencido. Mi buen amigo Carlitos me dice que tengo que probarlo, que la
sensación de libertad es maravillosa, pero no veo el momento. Como buen
polemista, me interesa más el debate alrededor de los límites del nudismo.
Límites, sí, sin que el hecho de establecerlos equivalga a “criminalizar el
cuerpo”, como afirma melodramáticamente el representante de la citada
asociación naturista. El despelote privado me parece respetabilísimo. El
público presenta algunos inconvenientes. Siempre que exista una demanda
suficiente y contrastada, y exista posibilidad material de hacerse, no veo
problema en habilitar lugares públicos para el naturismo. Como en algunas
playas. ¿Y en las piscinas municipales? Creo honestamente que el derecho a no
ver en pelotas a mis vecinos del 3º - un matrimonio de mediana edad,
simpatiquísimos – prevalece sobre la afición de una minoría a caminar con todo
al aire. Que seguro que tiene su cosa, que no lo niego. Pero respetando la
sensibilidad del prójimo.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario