En 1871, el masón estadounidense Albert Pike mantuvo una curiosa
relación epistolar con el precursor de la unificación italiana, Giuseppe
Mazzini. En una de aquellas cartas, se anunciaba el advenimiento de tres guerras
mundiales. Las dos primeras tuvieron lugar con sorprendente exactitud en las
fechas y con los contendientes anticipados por el misterioso Pike; la tercera,
todavía por llegar, enfrentaría al sionismo con los líderes del mundo islámico y
llevaría a todas las naciones del mundo “a la completa extenuación física,
moral y económica”.
Respiren tranquilos. Lo que acaban de leer es una de las
muchas patrañas que circulan por internet, para improductivo solaz de millones
de lectores. Hay que reconocer a su creador un cierto gusto a la hora de
mezclar los ingredientes de esta bazofia sensacionalista: Albert Pike y
Giuseppe Mazzini existieron realmente, y en la pieza se incluyen sus fotos
color sepia para demostrarlo, dando a este cuento masón el espaldarazo visual
que toda noticia necesita. El problema es que luego mete la pata hasta el corvejón,
al poner en la pluma de los protagonistas términos como “fascismo” o
“sionismo”, que todavía no se habían acuñado en 1871.
Lo cierto es que nunca en la historia hemos tenido un acceso
tan inmediato y universal al saber humano como el que hoy disfrutamos. Al lado
de internet, Gutenberg palidece. Sin embargo, como reverso de la moneda, nunca
se han publicado una mayor cantidad de mentiras, manipulaciones, informaciones
falsas e interesadas, como las que tenemos que soportar a diario en la red. Uno
llega a la conclusión de que la verdad, o la información veraz, si se prefiere
un término con menos peso filosófico, debería ser el bien más preciado. Pero
aparentemente no lo es. Tomemos la prensa digital. ¿Por qué las noticias más
vistas son siempre las más escabrosas, sensacionalistas, voyeristas o morbosas,
que no son precisamente las más fiables? La explicación es simple: porque tocan
alguna tecla límbica que nos conecta con el primate que todos llevamos dentro.
Lo que ocurre es que junto a la versión más básica del homo sapiens, en el
interior de un considerable número de ciudadanos instruidos, convive un homo
civitatis que necesita saber en qué mundo vive. No solo que la cantante
británica Adele compuso sus mayores éxitos bebiendo inmoderadas cantidades de
alcohol, que también. Estoy hablando de saber qué pasa en el mundo, en su
mundo, literalmente. ¿Y dónde acude ese homo civitatis, ese ciudadano, en esos
momentos de lucidez, cuando tiene saciada su sed de sensacionalismo y busca
información de fiar? No a Facebook. No a los diarios digitales que han surgido
como setas en los últimos años, con bonitas maquetaciones web. Acude a la
prensa seria de toda la vida. A diarios centenarios como el que el lector tiene
ahora entre sus manos, con tradición, con vergüenza periodística que les lleva
a plantear debates en sus redacciones sobre lo que se debe o no se debe
publicar, y que en otros medios serían ciencia ficción. Esa credibilidad es el
verdadero patrimonio de un medio de comunicación. Porque no se improvisa, ni se
puede comprar. Porque esa credibilidad tiene un precio que muchos lectores están
dispuestos a pagar.
La historia del masón Albert Pike nunca llegará a las
páginas de Heraldo de Aragón. Sus lectores nunca experimentarán la
incertidumbre de futuras guerras mundiales, invasiones alienígenas o “eso que
los gobiernos no quieren que sepas”. Que nadie se apure. Siempre nos quedarán
las novelas.
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