Después de una semana de fieros combates, el enemigo ha sido
definitivamente derrotado. Bajo un montón de mantas, con la cabeza todavía
embotada por los restos del virus, fantaseo con mis linfocitos desfilando entre
una multitud que enarbola banderitas en señal de victoria, mientras algunas
jovencitas no pueden contenerse y obsequian a los héroes con ramos de flores y
algún beso apasionado. El último contraataque del bacilo demostró ser una
misión desesperada y solo logró subir el mercurio hasta los 37 grados, la mítica
frontera de la fiebre. Hay que decir que nunca hubo un consenso universal sobre
esta trascendental materia: para las madres más implacables, 37 grados de
temperatura significaba regresar al colegio de inmediato; para las más
compasivas – entre las que se encontraba la mía, gracias a Dios – esa cifra
mágica concedía un día más de libertad antes de volver a clase. Sabia medida
porque, después de una enfermedad, el choque con la realidad podía ser brutal.
Durante las primeras horas, de vuelta en el colegio, uno tenía la horrible
sensación de que habían ocurrido miles de cosas en su ausencia; había nuevos
chistes, el yo-yo se había vuelto a poner de moda y los amigos parecían más
distantes. En matemáticas, el profesor había querido emular a Isaac Newton y
había revolucionado la disciplina con un montón de fórmulas que toda la clase
daba ya por sabidas y que al convaleciente le parecían incomprensibles.
A mis cuarenta y muchos, tener la gripe me transporta a la
niñez con más nitidez que una galleta Gargallo flotando en un vaso de Nesquik, y
me invade el mismo sentimiento de vulnerabilidad que solo podía aliviar un
sobre de indios y vaqueros. Por desgracia, hace ya varias décadas que aquellos
benditos sobres dejaron de fabricarse. Me pregunto cómo crecerán los niños de
hoy sin saber nada del eterno conflicto en el lejano oeste.
¿A qué jugarán? Me temo que la educación actual es extremadamente sensible con
los niños pequeños, hasta el punto de desterrar cualquier juguete con
resonancias bélicas o sexistas, pero luego los abandona sin transiciones en
brazos de videojuegos brutales donde te pueden pegar cuatro tiros por pedir la
hora, o donde te puedes enrolar en una banda de narcotraficantes en tus ratos
libres. Personalmente, doy por bueno que mi hijo lleve unas cartucheras y una
estrella de Sheriff en la pechera cuando toque, con tal de que luego distinga
muy claramente dónde están los buenos y dónde los malos.
Esta gripe también ha sido especial por una circunstancia un
poco triste: el doctor Uhalte, mi entrañable médico de cabecera se ha jubilado.
Cuando acudí al centro de salud, la señorita de recepción me miró con cara de
asombro: José María Uhalte se jubiló… ¡hace muchísimo! Empecé a decirle que yo
era autónomo, que pertenecía a esa misteriosa clase de trabajadores que jamás
enferma, pero desistí. Balbuceé una disculpa por haber estado sano durante años
y abandoné el lugar con el corazón encogido. Soy un gran admirador de la
profesión médica y creo que en Aragón disfrutamos de un servicio de primera
división mundial. Pero el doctor Uhalte era especial. En su consulta, te hacía
sentir que tu enfermedad le importaba. Uhalte cogía tu malestar, o tu simple
preocupación, y los hacía suyos. ¿Saben lo que más lamento ahora? Que nunca le
dije lo bueno que era. Debajo de las mantas, mientras las unidades de
linfocitos limpian mi organismo de los últimos restos de resistencia, siento
melancolía. La victoria nunca puede ser completa.
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