lunes, 14 de noviembre de 2016

ENTENDER LA MONARQUÍA (13/11/2016)

Tropiezo con un artículo en la edición española del New York Times titulado "A Sumajestad, el rey de España". Lo firma Martín Caparrós, escritor argentino residente en Madrid, y en él invita a Felipe VI a abdicar y "a buscarse un buen empleo". Desde el mismo título, con ese palabro que duele a la vista - Sumajestad - se deduce que el señor Caparrós quiere ser ingenioso; su problema es que para ser buen escritor hace falta algo más que un bigote con pretensiones (definitivamente, en Wikipedia cabe el mundo entero, hasta una foto de Martín Caparrós) o haber abandonado su patria argentina cuando llegaron los militares. Además de una pieza periodística de tercera, indigna de una cabecera del prestigio del New York Times, su tono impertinente y resabido se me hace difícilmente soportable.
¿Les parece aceptable que un extranjero, aunque sea tan familiar como un argentino, pida en tono de burla al jefe del estado del país que le acoge, que abandone su puesto? Yo lo encuentro desagradecido y desleal. El señor Caparrós critica con dureza nuestra forma de gobierno, que ya regía cuando España le dio cobijo, y parece olvidar que la monarquía parlamentaria fue acordada por los españoles en la Constitución de 1978, aprobada por el 88% de los votantes. Su deslealtad es también notoria: aunque es un habitual colaborador de El País, publica su artículo en un medio extranjero de prestigio, lo que hace un flaco favor a la imagen de España en el exterior.
No voy a discutirle al señor Caparrós su sacrosanto derecho a tener una opinión y a expresarla libremente. Pero creo que si tiene el atrevimiento de criticar de esta forma a una de las instituciones más importantes de nuestro país, es lógico esperar que alguien le conteste en los mismos términos. Si él invita a Felipe VI, el del “trabajo aburrido y un poco rancio”, “a conseguirse una casa, irse a su casa”, por mi parte invitaría a Martín Caparrós a que se fuera por donde un día vino. Al bendito Buenos Aires. Y que antes de tomar la pluma para manchar nuestras instituciones en periódicos extranjeros, se meta un dedo en la nariz o en el orificio que le parezca más oportuno.
Por supuesto que la sucesión hereditaria es una excepción insólita al principio de elección democrática de los cargos públicos. Pero esa excepción deviene aceptable cuando concurren dos circunstancias: en primer lugar, que ese cargo público, el Rey, no ostente poder político alguno, es decir, que todos sus actos deban ser refrendados por un representante elegido por los ciudadanos; y en segundo, que esa excepción reporte beneficios al país, en sus relaciones internacionales o por su benéfica influencia en el funcionamiento de las instituciones. En mi opinión, esto último está más que demostrado por la experiencia. Y luego está el ejemplo de otras monarquías parlamentarias. ¿Por qué países con tradición democrática mucho más larga que la nuestra como Noruega - el primero en reconocer el sufragio femenino-, Dinamarca, Holanda o Suecia, que son modelos de igualdad y justicia social en todo el mundo, la conservarían si solo sirviera a una casta de privilegiados?
Renunciar hoy a la tradición monárquica sería un error histórico. Porque la alternativa de un presidente republicano, muy purista en términos democráticos, sería a mi juicio mucho menos útil. Martín Caparrós, que no entiende la monarquía, insiste en que es una institución al servicio de una familia de privilegiados. Y es exactamente al revés. Es esa familia la que nos sirve a los demás.

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