Tropiezo con un artículo en la edición española del New York
Times titulado "A Sumajestad, el rey de España". Lo firma Martín
Caparrós, escritor argentino residente en Madrid, y en él invita a Felipe VI a abdicar
y "a buscarse un buen empleo". Desde el mismo título, con ese palabro
que duele a la vista - Sumajestad - se deduce que el señor Caparrós quiere ser
ingenioso; su problema es que para ser buen escritor hace falta algo más que un
bigote con pretensiones (definitivamente, en Wikipedia cabe el mundo entero,
hasta una foto de Martín Caparrós) o haber abandonado su patria argentina cuando
llegaron los militares. Además de una pieza periodística de tercera, indigna de
una cabecera del prestigio del New York Times, su tono impertinente y resabido
se me hace difícilmente soportable.
¿Les parece aceptable que un extranjero, aunque sea tan familiar
como un argentino, pida en tono de burla al jefe del estado del país que le
acoge, que abandone su puesto? Yo lo encuentro desagradecido y desleal. El
señor Caparrós critica con dureza nuestra forma de gobierno, que ya regía
cuando España le dio cobijo, y parece olvidar que la monarquía parlamentaria fue
acordada por los españoles en la Constitución de 1978, aprobada por el 88% de
los votantes. Su deslealtad es también notoria: aunque es un habitual
colaborador de El País, publica su artículo en un medio extranjero de prestigio,
lo que hace un flaco favor a la imagen de España en el exterior.
No voy a discutirle al señor Caparrós su sacrosanto derecho
a tener una opinión y a expresarla libremente. Pero creo que si tiene el
atrevimiento de criticar de esta forma a una de las instituciones más
importantes de nuestro país, es lógico esperar que alguien le conteste en los
mismos términos. Si él invita a Felipe VI, el del “trabajo aburrido y un poco
rancio”, “a conseguirse una casa, irse a su casa”, por mi parte invitaría a
Martín Caparrós a que se fuera por donde un día vino. Al bendito Buenos Aires.
Y que antes de tomar la pluma para manchar nuestras instituciones en periódicos
extranjeros, se meta un dedo en la nariz o en el orificio que le parezca más
oportuno.
Por supuesto que la sucesión hereditaria es una excepción
insólita al principio de elección democrática de los cargos públicos. Pero esa
excepción deviene aceptable cuando concurren dos circunstancias: en primer
lugar, que ese cargo público, el Rey, no ostente poder político alguno, es
decir, que todos sus actos deban ser refrendados por un representante elegido
por los ciudadanos; y en segundo, que esa excepción reporte beneficios al país,
en sus relaciones internacionales o por su benéfica influencia en el
funcionamiento de las instituciones. En mi opinión, esto último está más que
demostrado por la experiencia. Y luego está el ejemplo de otras monarquías
parlamentarias. ¿Por qué países con tradición democrática mucho más larga que
la nuestra como Noruega - el primero en reconocer el sufragio
femenino-, Dinamarca, Holanda o Suecia, que son modelos de igualdad y justicia
social en todo el mundo, la conservarían si solo sirviera a una casta de
privilegiados?
Renunciar hoy a la tradición monárquica sería un error
histórico. Porque la alternativa de un presidente republicano, muy purista en
términos democráticos, sería a mi juicio mucho menos útil. Martín Caparrós, que
no entiende la monarquía, insiste en que es una institución al servicio de una
familia de privilegiados. Y es exactamente al revés. Es esa familia la que nos
sirve a los demás.
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