miércoles, 28 de junio de 2017

RIGLOS (04/06/2017)

Es difícil encontrar un pueblo más apegado a su geografía. Físicamente, porque el escueto caserío de Riglos se encuentra a los pies de sus famosos mallos; y en la toponimia, porque el nombre oficial del municipio es Las Peñas de Riglos, aunque nadie lo utilice. El mundo prefiere hablar de mallos, palabra aragonesa que debe su popularidad a los de Riglos, por espectaculares y grandiosos. Visito el pueblo después de muchos años de ausencia y al avanzar por la serpenteante carretera que nos trae desde Ayerbe me vuelve a sorprender su maravillosa estampa. A duras penas logro dominar mi ansiedad de fotógrafo para no detenerme en un arcén temerario. Me tranquilizo pensando que esa foto ya se ha hecho miles de veces y que difícilmente voy a aportar novedades a la reproducción de un paisaje que parece diseñado por un vendedor de postales. 
Es sábado y Riglos bulle de animación. Alzamos la vista hacia las paredes de los mallos y distinguimos las minúsculas figuritas de los escaladores que avanzan entre las estrías de la roca. Me asombra pensar que un día yo fui uno de ellos. Hace muchos años, guiado por el mítico escalador zaragozano Juan Hernández, “Peque”, ascendí hasta la base de El Puro siguiendo una de las vías más famosas de Riglos. Descendimos de noche, rapelando a la luz de los frontales y disfrutando como niños. Pero esos días juveniles quedaron atrás. Hoy me trae a Riglos algo mucho más pegado a la tierra, lejos de esas paredes verticales que ahora me parecen el reino exclusivo de los buitres. 
Hemos quedado con el alcalde, Juan Torralba, para que nos enseñe la ermita de San Martín, pequeño templo románico del siglo XII casi escondido entre las casas del pueblo. Oscurecido su protagonismo por la iglesia de Nuestra Señora del Mallo, parroquia titular de Riglos, la ermita de San Martín es más famosa por el gran vacío de su interior que por los tesoros que contiene. Hasta 1910, su ábside guardaba un retablo decorado con bellas pinturas góticas que fue vendido por piezas en un capítulo especialmente sangrante de esa diáspora que ha venido en llamarse eufemísticamente “el patrimonio emigrado”, pero que se parece más a un expolio vergonzante con el que unos y otros debemos vivir. Los que compraron y los que vendimos. Juan, el alcalde, es hombre hospitalario. Nos regala generosamente su tiempo y nos cuenta viejas anécdotas de cuando los rigleros se turnaban para cavar las tumbas de sus paisanos. Tiempos duros cuando la solidaridad era más necesidad que virtud y se podía contar con el vecino porque el vecino también necesitaba de ti. Visitamos las ruinas del antiguo molino aceitero y un olivar con ejemplares milenarios; árboles tan antiguos que nadie sabe a ciencia cierta si los plantaron los árabes o los romanos. Qué exhibición de poderío. Y llegamos por fin a la ermita de San Martín, encajonada por un edificio moderno que apenas le deja respirar. Reconocemos el ajedrezado jaqués de un románico austero, solo animado por canecillos de figuras misteriosas, apenas reconocibles. El interior redunda en la austeridad, agravada por el gran vacío. El retablo ausente. Barcelona, Londres, Bolonia, Filadelfia, San Simeón (California). Si Blasco de Grañén, el pintor que ejecutó la obra en el siglo XV, llegara a saber que las imágenes de su retablo han viajado a lugares tan extraños, difícilmente daría crédito. Habría que explicarle que la codicia es un vicio muy humano. Aunque quizás no fuera necesario. Sospecho que por entonces ya era una verdad bien conocida.    

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