sábado, 28 de noviembre de 2009

BABEL (20/11/2009)

Para experimentar la verdadera soledad no hace falta perderse en el desierto del Sáhara o consagrarse a la exploración ártica. Basta coger un avión y desembarcar en un país en el que estemos rodeados de gente desconocida– cuanta más mejor –, donde se hable una lengua de la que no entendamos una sola palabra. El mundo es un esférica torre de Babel, con 6912 lenguas distintas. Soy consciente de los valores positivos que aporta tan extraordinaria variedad. Cada una de ellas es un milagro, una obra prodigiosa de decantación, un instrumento que aúna lo práctico y lo estético con misteriosa perfección. Sin embargo, ¿no es también un enorme fastidio? Por delante de la raza, la religión, la cultura o las opiniones políticas, el idioma es el factor diferenciador que más separa a unos seres humanos de otros. ¿Se imaginan lo que sería poder comunicarse con todos los ciudadanos del mundo, en el mismo idioma, con la misma familiaridad que emplearíamos con un amigo? Estoy de acuerdo que hacer turismo sería bastante más aburrido - uno de los atractivos de ir a Laos a visitar pagodas, es que le hablen a uno en laosiano -, pero es indiscutible que las relaciones personales, económicas e incluso políticas, serían mucho más fluídas: Obama y el iraní Ahmadineyah lo tendrían más difícil para tirarse los trastos a la cabeza. No se trata de impedir a alguien que hable su lengua preferida. Jamás. El bruto de Franco intentó reprimir el catalán y, afortunadamente, fracasó. Pero tampoco me parece aceptable utilizar las lenguas como instrumento político, a lo que son muy aficionados los partidos nacionalistas en España. Si a los catalanes no les gusta ver el cine en catalán, bendito sea Dios. A las lenguas hay que dejarlas libres, con su misterio. Cualquier estrategia de imposición, a la larga, está condenada a fracasar.

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