viernes, 13 de agosto de 2010

TOURMALET (13/08/2010)

La carretera era una romería de lycras y culotes, cientos de ciclistas retorciéndose sobre sus monturas en pos de un esfuerzo agónico y maravilloso. Mi coche los adelantaba con un respeto reverencial, que delataba la mala conciencia de ser el perturbador de un rito casi religioso, al que se entregaban por igual orondos cincuentones, jóvenes de rostro afilado y padres que iniciaban a sus vástagos en los recónditos placeres del deporte del sufrimiento. Reconozco que hice las cosas mal desde el principio. Para un aficionado a la bicicleta como yo, acercarse por primera vez a las sagradas cuestas del Tourmalet impulsado por un motor diesel, es un sacrilegio que no puede quedar impune. El rebaño de ovejas que bloqueó la carretera no tuvo la culpa. Tampoco el joven descarado que las pastoreaba a lomos de un quad, en la estampa menos bucólica que pueda imaginarse. La culpa fue sólo mía. Al subir una pendiente prolongada en primera y a medio embrague, creyéndome el más hábil de los conductores, presenté una sólida candidatura a Tonto del Año. Mi coche pensaba lo mismo, porque celebró la tontería con una fumata negra, negrísima, y un inconfundible olor a quemado. Cuneta herbácea. Llamada a grúas Tourmalet. Matamos la larga espera contemplando el hilo interminable de ciclistas. La mayoría pasa junto al coche arrugando la nariz y mirándonos con ojos inexpresivos, desde el abismo de su agotamiento. Una septuagenaria se acerca pedaleando lentamente. “Aunque no lo creas, me cambiaría por ti” – grita risueña al pasar. Me pongo en pie, y por un momento olvido el coche humeante, la grúa y las vacaciones arruinadas. “Allez, allez. Très bien” – balbuceo, emocionado. Quiero decirle muchas cosas pero su figura menuda desaparece pronto detrás de una curva. Ahora estoy seguro. Algún día volveré al Tourmalet.

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