Dos reikiavinkenses, viejos amigos del colegio, se encuentran por la calle en una oscura y ventosa tarde de febrero. La conversación, que probablemente incluye la versión islandesa de los votos de amistad que nunca llegarán a cumplirse – a ver si quedamos un día de estos... sí, hombre, sí - es forzosamente breve: hace un frío del carajo. En ese mismo instante, cuarenta y un grados de latitud más abajo, dos amigos que hace tiempo que no se ven, pegan la hebra en el malecón de La Habana. Hace una mañana deliciosa y el capazo crece y crece, primero de pie, luego sentados en el muro, y finalmente acodados en la barra de un bar – esto hay que celebrarlo, compañero- cogiendo una melopea formidable que tendrá epílogo ruidoso en un patio de vecinos, de madrugada... ¿Qué hacen mientras tanto los japoneses? Dormir con un ojo abierto. Vivir en una de las zonas más inestables del planeta, con varios movimientos sísmicos potencialmente destructivos cada mes, no deja demasiadas opciones: hacer el petate y marcharse o, en caso de permanecer, convertirse en una sociedad disciplinada hasta la neurosis, dispuesta a cumplir con todos los protocolos de seguridad imaginables. La disciplina trae consigo unos efectos colaterales nada despreciables: la productividad, la riqueza y el orden social. También otros, no tan positivos, como el orgullo nacional y el complejo de superioridad. Aunque el ser humano, en su vanidad, pueda llegar a creer que domina el planeta y todos sus resortes, siempre estará equivocado. La tierra le moldea física y espiritualmente, cada segundo que respira. Observar desapasionadamente a un islandés, a un cubano y a un japonés, es una invitación a la humildad que no deberíamos rechazar. Lo hacemos, por desgracia. La Madre Tierra se encarga de recordarnos la lección.
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