viernes, 24 de junio de 2011

MI VECINO (24/06/2011)

Debo confesar que no vivo en lo alto de un faro, ni duermo cada noche mecido por el rumor de las olas del mar. Vivo en una casa de vecinos e intento dormir arrullado por el sonido de la ciudad que nunca descansa del todo: sus entrañables juerguistas, los camiones de la basura con sus gemidos apocalípticos y las furgonetas de reparto que cada vez que van marcha atrás hacen “¡mec, mec, mec!”, a las cinco de la mañana. ¡Qué haríamos sin esos pequeños placeres que nos dan las aglomeraciones urbanas! Sin embargo, hay algo que no me deja disfrutarlos: la radio de mi vecino. Mi vecino es un hombre de unos setenta y cinco años, solitario y gruñón, que escucha la radio durante la noche. A veces, el volumen es casi inaudible; otras, monstruoso y brutal. Mi vecino es imprevisible. Pueden pasar semanas sin que nada se oiga tras la escueta pared que nos separa y te llegues a decir con una risa nerviosa, “a lo mejor se ha muerto”, y justo al día siguiente, como si te pudiera leer el pensamiento, que conecte la radio a todo volumen a las cinco de la mañana, y te enteres antes que nadie de que la monarquía española ya tiene una heredera a la que van a llamar Leonor. No se confundan, mi vecino no es monárquico. Mi vecino es un capullo. Lo he intentado todo para hacerle entrar en razón: golpear la pared con suavidad, con un mazo, gritar, parlamentar civilizadamente. Inútil. Cualquier noche, a cualquier hora, mi vecino puede decidir cuando se acaba el sueño. ¿Unos tapones? Para no escuchar su radio tendría que inyectarme un anestésico. ¿La policía? ¡Pero si me lee el pensamiento! El lunes pasado volvió a hacerlo. A las cinco de la mañana, su radio comenzó a vomitar a todo volumen el noticiario matinal. “¡Un poco de respeto!”, grité. Su voz de cazalla traspasó la medianera como un trueno: “¡A trabajar, que no es domingo!”

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