viernes, 5 de agosto de 2011

CAMPING (05/08/2011)

En mis primeros años de juventud, siempre renegué de los campings. Como buen discípulo de Baden Powell, había sido educado en la versión más austera de la naturaleza, aquella en la que no existían los bares en muchos kilómetros a la redonda, y a la que no se podía faltar al respeto llenando la mochila de chucherías con sus bolsas de brillantes colores. Todo lo más, un bocadillo de tortilla de patatas. Cualquier individuo de aspecto urbano con el que tropezáramos por el monte – rara vez se alejaría más de diez pasos de su flamante coche – sería calificado despectivamente, él y toda su prole, como domingueros. Siempre consideraré mis años scout como una de las etapas más divertidas e influyentes de mi vida. Sin embargo, muchos años después, ocurrió algo inesperado. Alguien me invitó a pasar un fin de semana en un camping... ¡y fue maravilloso! De pronto, descubrí que era posible comer tortilla de patatas en la naturaleza sin estar sentado sobre una piedra puntiaguda o una mata de cardos borriqueros. A partir de entonces, cada verano, reservo cuatro días para disfrutar de esa maravillosa mezcla de naturaleza y patatas chips, de la posibilidad de charlar y tocar la guitarra en buena compañía, bajo la bóveda celeste cuajada de estrellas, sin renunciar a una buena ducha o a un café negro por la mañana. A pesar de ello, nunca he llegado a convertirme en un verdadero hombre de camping. Cuando me ven llegar con mi pequeña tienda iglú y mi silla plegable cojitranca, los popes del campismo, esos que duermen en colchones normablock, se afeitan con maquinilla eléctrica y se han traído de casa la nevera, la lavadora y una pantalla plana con paellera satélite más grande que la de mi comunidad de vecinos, me miran por encima del hombro. Parece que puedo oír sus pensamientos: ¡Dominguero!

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