viernes, 12 de agosto de 2011

GLADYS (12/08/2011)

Es pequeña de estatura, y el color de su piel revela que nació a miles de kilómetros de allí, en algún país al otro lado del charco. En el uniforme figura su nombre, pero la letra es tan menuda que no he podido descifrarla. La he bautizado como Gladys. Como mis acompañantes han celebrado la ocurrencia con risas, por unos instantes me he sentido ingenioso y popular. Gladys trabaja en el camping en el que estamos alojados un grupo de amigos, junto a una muestra bastante representativa de la clase media hispana: familias al completo, padres divorciados que se desviven por sus hijos a los que no ven lo suficiente, matrimonios maduros que ven pasar las horas sentados en sus hamacas y que quizá agotaron los temas de conversación. Gente decente que ha trabajado duro para permitirse unos días de descanso en esta refinada versión de campamento de refugiados donde no faltan las comodidades. Y ahí entra en juego Gladys. Pertrechada de mochos, bayetas y líquidos disolventes, su misión consiste en que cada vez que un campista quiera defecar, orinar o asearse, se encuentre la porcelana limpia y reluciente. Como el trasiego de personal es incesante, su trabajo se parece mucho al castigo de Sísifo: nunca descansa, y nunca puede contemplar su obra terminada. Al paso de los días, la vida de Gladys me parece cada vez menos graciosa. En mi última noche en el camping, acudo al baño, algo achispado. Es domingo, pero allí está ella, entregada a su faena. De pronto, me gustaría echar mano al bolsillo y darle cien euros sin parecer condescendiente. Decirle que, además de necesidad, hay que tener carácter para trabajar así. Animarle a pegar un escobazo al primer tonto de clase media que mee fuera de su sitio. No hago ni digo nada. Por última vez, intento descifrar su nombre en el diminuto cartel de su pechera. La seguiré llamando Gladys.

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