viernes, 18 de mayo de 2012

LA BURBUJA (18/05/2012)


 Era redonda, irisada y transparente, y en su interior se amontonaban promociones inmobiliarias: pisos, chalets, pareados, estudios, casas, apartamentos en la playa, en la montaña o a media ladera. Si nos hubieran dejado, los españoles habríamos construido hasta en la luna. Ya estoy viendo los folletos: “Adosados en el Mar de la Tranquilidad, primera línea de playa”. Alguien conocería a un primo del concejal que se lo comentaría al alcalde y la recalificación sería cosa hecha... Aquello era una burbuja inmobiliaria más peligrosa que una bomba de tres kilotones, pero todos nos las arreglamos para mirar hacia otro lado y mantener las apariencias. El final de la historia es bien conocido: las casas se dejaron de vender, la economía dejó de crecer, muchos créditos hipotecarios se dejaron de pagar, y el mundo entero dejó de creer en ese país simpático y festero llamado España. Las consecuencias son dramáticas. Cientos de miles de personas tienen que arrostrar decisiones económicas erróneas – créditos asfixiantes que ya no pueden pagar – al coste de perder el techo bajo el que vivir. ¿Qué hacían los políticos mientras esta tragedia se mascaba? Cuando el precio de la vivienda comenzó a dispararse, el presidente Aznar declaró que era porque alguien podía pagarlo. España iba bien. En 2004, el ministro Solbes rechazaba las advertencias del FMI: “No existe ningún riesgo de burbuja”. Con la catástrofe encima, uno podría esperar de ellos algo de humildad y autocrítica. De algunos políticos, mejor hacerlo sentado: hace dos días, Esteban González Pons, Vicepresidente de Estudios y Programas del partido gobernante, declaraba que “la burbuja inmobiliaria fue algo bueno, de lo que no hay que arrepentirse”. Yavhé, ¿qué hemos hecho para merecer esta plaga? Preferimos una de ranas. O de langostas.

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