viernes, 4 de mayo de 2012

UN MONSTRUO EN EL PARAÍSO (04/05/2012)


 Si el cuadro El Grito hubiera sido pintado por un artista noruego actual – los mismos colores, las mismas líneas ondulantes, la misma cabeza con forma de bombilla de rasgos alienígenas – es más que probable que nadie habría pagado un euro por él. O a lo mejor sí. Quizás en un mercado callejero de Oslo, una mañana soleada de domingo, un civilizado y rubicundo noruego regatearía magnánimamente con su autor por unos pocos cientos de coronas. Espero que el anónimo comprador que ayer pagó 91,2 millones de euros por el cuadro no lea estas líneas. Estará en plena resaca tras el dispendio - ¿Dios mío, pero qué he hecho? – o en medio de una agria disputa conyugal - ¿Has perdido el juicio? ¿Cómo vamos a pagarlo? – y no quisiera agobiarle más de la cuenta. Creo que puede estar tranquilo; el mercado del arte nunca entrará en razón y seguirá pagando obscenas cantidades de dinero cuando sus hijos, después de la consabida disputa hereditaria, vuelvan a sacar la obra a subasta dentro de pocos años. De alguna forma, aunque nadie lo diga, todo el mundo admite que El Grito no vale 91,2 millones por sí mismo, sino porque lo pintó un individuo algo desequilibrado llamado Edvard Munch en 1893. El auténtico mérito de El Grito proviene del hecho de que su autor, en esa Europa rebosante de confianza en la que vivió, no tenía ningún motivo aparente para pintarlo. Munch fue un visionario, mientras que ese pintor moderno que trata de vender hoy sus cuadros en la soleada mañana de Oslo, es un vulgar retratista: le sobran los motivos para gritar con sus pinceles. Noruega sigue conmocionada por la matanza del pasado mes de julio, cuando un monstruo llamado Anders Breivik acabó con la vida de 77 personas. Munch sintió el grito silencioso, la angustia, la falta de respuestas, con un siglo de anticipación. Por eso pintó una obra maestra.

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