viernes, 10 de agosto de 2012

MEDALLERO (10/08/2012)


Hace un par de meses, en plena euforia por la Eurocopa de fútbol, con Rafael Nadal batiendo el récord de victorias en Roland Garros y Fernando Alonso ganando carreras al volante de su Ferrari, a los españoles nos salió el torero que todos llevamos dentro. “Soy español, ¿a qué quieres que te gane?”, decíamos, con infinito desparpajo. Hoy, hundidos en las profundidades del medallero olímpico, lejos, lejísimos de esos países que llamamos de nuestro entorno y de otros que no lo son tanto, descomponemos con disimulo la pose flamenca y nos agarramos a lo que sea para tratar de contener la hemorragia. De pronto, la carabina de aire comprimido pasa a ser cuestión de estado, y las regatas de la clase Finn – hasta los españoles de tierra adentro parecen estos días fieros lobos de mar – son tema de conversación en ascensores, tascas de mala muerte y consejos de administración. Los anticatalanistas envainan su anticatalanismo, y fingen no escuchar que la mayoría de los mejores deportistas españoles son catalanes. Los inquisidores envainan su inquisitorialismo, y rehabilitan para la ocasión a Marta Domínguez con la esperanza de que la hoguera no la haya chamuscado demasiado y todavía pueda darnos alguna medallita... Ni por ésas. Italia, Francia, Gran Bretaña, ¡Kazajistán! nos triplican, cuadruplican, sextuplican en número de medallas. ¿Tiene alguna importancia esto de las Olimpiadas? En realidad, no demasiada. El medallero olímpico es como un espejo: se limita a reflejar la imagen que tiene delante pero no nos hace mejores ni peores. Refleja que no nos gusta estar solos, que no somos madrugadores ni estrictamente disciplinados, y que en el abrasado páramo español puede nacer la flor más hermosa y el deportista más genial. No sufran mucho. A lo mejor, todo esto, ya lo sabíamos.

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