El ladrón se
llamaba Alonso Fernández de Avellaneda y, al igual que la obra literaria que se
atrevió a usurpar, ha pasado a la posteridad como paradigma de lo insuperable:
el pirata intelectual más grande de todos los tiempos. Avellaneda - o como quiera que se llamase,
porque resistió a la vanidad de emplear su verdadero nombre – no se limitó a
reproducir sin permiso del autor la novela más exitosa de su tiempo. Ni
siquiera la plagió. Lo que hizo fue escribir y publicar una segunda parte, con
los mismos personajes, retomando el relato en el mismo lugar donde lo había
dejado la primera, “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”, compuesta
por un tal Miguel de Cervantes. El disgusto del alcalaíno al enterarse debió
ser mayúsculo. Corría el año del Señor de 1614 y Cervantes se encontraba algo
atascado con la segunda parte de las aventuras del personaje que le había dado
fama, cuando llegó a sus oídos que en una imprenta de Tarragona se había publicado…
¡el libro que él estaba escribiendo! La puñalada no podía ser más trapera y,
con buen olfato, sospechó de Lope de Vega, su gran enemigo. Para mayor
escarnio, esta obra maestra de la felonía, este falso Quijote, estaba muy bien
escrito. Para un Cervantes en la ancianidad aquello parecía la estocada
definitiva. Sin embargo, la jugada les salió mal a Avellaneda y a sus turbios
inductores. Con la aparición del falso caballero desaparecieron las dudas de su
verdadero creador, la pluma cervantina voló, y al año siguiente, en 1615, se publicó
la segunda parte del auténtico Don Quijote. Hoy se conmemora el cuarto
centenario de su aparición. Irónicamente, gracias a su suplantador, el
caballero andante pudo morir en la cama y alcanzar la definitiva inmortalidad.
Miguel de Cervantes le seguiría pocos meses después. Se había ganado el
descanso para toda la eternidad.
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