La sombra de
Franco es alargada, pero no tanto. Cuarenta años después de la desaparición del
personaje más nefasto de la reciente historia de España, los políticos en este
país comienzan a hacer un uso normalizado de los símbolos nacionales. Algunos,
como los cachorros de Podemos, incluso se atreven con la palabra “patria”, un
tabú que todos hemos evitado durante años y que ya casi considerábamos un
término exclusivamente latinoamericano, demasiado sentimental para el delicado
gusto europeo. La apropiación del concepto de España por parte del dictador,
que solo incluía en él a sus seguidores, dejó a los españoles recién nacidos a
la democracia bastante desorientados sobre cómo debían ser, eso, españoles. En
medio de la confusión general prosperaron los nacionalismos y muchos empezaron
a sustituir “España” por “este país” y a hacer alarde de los símbolos
regionales, menos sospechosos que “la Rojigualda”, sobre la que pesaba la incómoda
acusación de ser propia de fachas. Y en estas llega Pedro Sánchez, líder
socialista recién salido de la tahona, y se sube a un escenario con una bandera
constitucional española del tamaño de una vela mayor. Sí, ya sé que entre
medias hemos ganado un mundial de fútbol y que el mismo Aznar ya jugó la baza
patriótica en sus discursos electorales cuando era el político de moda en
España. Pero lo de Sánchez el domingo pasado fue un hito sin precedentes. Valiente
y algo demagógico. Arriesgado, pero también temeroso: la bandera no era de tela
sino un plasma, susceptible de ser apagado si la cosa se ponía fea. Rompedor, indiscutiblemente:
no se había visto a un líder socialista dar un discurso en traje y corbata
desde Tierno Galván. Está claro que la nueva generación de políticos ya marca
su propio estilo. Sin complejos. Que ya va siendo hora.
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