Quizá estemos
ante el proceso de liberación nacional más peculiar de la historia, en el que
los sojuzgados quieren seguir formando parte del pueblo opresor. Los dirigentes
del secesionismo catalán suspiran por la libertad, pero con el DNI español en
el bolsillo. En otras palabras, que quieren seguir jugando en la liga española,
vendiendo sus productos sin aranceles y recibiendo financiación a costa de las
garantías españolas, pero sin renunciar a la construcción nacional, es decir, a
la estelada, al himno y a las ficciones históricas. No, señores, así no
funcionan las cosas. En las sociedades civilizadas, los cambios políticos no se
hacen saltándose las leyes a la torera y amenazando con poner a siete millones
de personas en el limbo jurídico internacional. Eso no es democracia, es
revolución. En este delirante y chapucero proceso independentista se puede
llegar a la insólita circunstancia de que sus promotores se lancen a crear
“estructuras de estado” sin ni siquiera contar con el apoyo de la mayoría de
los votos emitidos. Dicen que les basta la mayoría absoluta de los escaños, con
toda la ingeniería electoral de por medio. Y al que no quiera votar en unas elecciones
al parlamento autonómico, y estaría en su perfecto derecho de no hacerlo, se le
endosa el carácter plebiscitario, le guste o no, simplemente porque lo han
decidido ellos, un puñado de individuos entre los que se encuentran los peores
gestores políticos de la historia de la democracia española. O quizá mundial.
Cuanto más avanza este asunto, más me convenzo de que Cataluña es la región más
española de la península ibérica: irreflexiva, pasional, alérgica al
aburrimiento, poblada de individuos que se acuestan monárquicos y se levantan republicanos…
Hoy me siento más catalán que nunca. No en vano, mi abuelo era catalán.
Conducía tranvías. Se llamaba Agustín España.
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