Para empezar, la
palabra es una sonora derrota, una más, de las lenguas no anglosajonas frente
al todopoderoso inglés. Una autofoto es una gilipollez; un selfie es algo cool,
porque lo hacen las celebrities en la entrega de los Oscars y en el entierro de
Mandela (vayan sumando los anglicismos porque me veo muy fuerte: hoy cae algún
récord). Pero más allá del término que se utilice, el selfie está de moda y,
como todo lo que se hace muy popular rápidamente, ha debido de tocar alguna
tecla interna en la compleja psicología social de los humanos que lo justifica.
Veamos, en primer lugar, mostrarnos a los demás se ha convertido en una
obligación casi ineludible. ¿Pueden imaginar a alguien que se vaya de vacaciones
a la India y que vuelva sin haber colgado una foto del Taj Mahal en las redes
sociales? Pero no una foto del monumento, que esas ya están en wikipedia; ¡una
foto del susodicho en el Taj Mahal! Es absolutamente impensable. ¿Por qué?
Porque equivaldría prácticamente a no haber ido. Por tanto, hay un componente
muy social en el fenómeno selfie, lo que parece algo positivo. Pero vayamos a
la parte turbia, que también la tiene. Imaginen a alguien que viajara en el
tiempo desde el pasado, desde aquellos días lejanos en los que cuando querías
una foto no apuntabas la cámara a tu propia cara sino que pedías amablemente a
un viandante que te la hiciera. ¿Qué pensaría? Lógicamente, que la sociedad
actual está gravemente enferma. ¿Y qué pensaría cuando viera a alguien sacar un
palo metálico telescópico, colocar la cámara en el extremo y hacerse una foto? Que
la sociedad necesita una gran camisa de fuerza con costuras reforzadas. Con
algo más de perspectiva, los que hemos visto nacer la moda selfie nos ponemos menos
dramáticos: no es el fin del mundo. A lo mejor porque ya estamos locos sin
remedio.
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