Hace unos años, los planetas situados fuera del sistema solar se
descubrían de uno en uno y la noticia daba la vuelta al mundo con gran aparato
pedagógico para ayudar al ciudadano corriente a comprender la trascendencia del
hallazgo. Con el tiempo, el proceso se aceleró. Los descubrimientos de
exoplanetas pasaron a ser de tres en tres y luego vinieron en paquetes de diez.
El último comunicado de la NASA de esta misma semana, se descolgaba con la casi
humorística cifra de 1.284 nuevos exoplanetas detectados, algunos de los cuales
podrían albergar alguna forma de vida. Me temo que nuestro cerebro no está
preparado para asumir estas infinitudes. La especie humana, como ninguna otra
sobre la tierra, necesita certidumbres para poder soportar cada día la
conciencia de su misma insignificancia, y todas estas magnitudes cósmicas no son
de gran ayuda. Menos mal que la naturaleza, que es muy sabia cuando quiere, siempre
se presta a echarnos una mano. Cada día, al caer el sol, nos proporciona la
oscuridad necesaria para que la bóveda celeste revele toda su inmensidad, en un
momento, además, propicio a la reflexión, al acabar las fatigas de la jornada,
a las puertas del sueño reparador. El que no se haya preguntado por el sentido
de la vida bajo un cielo cuajado de estrellas está más cerca del mundo vegetal
que de la condición humana. El problema es que muchos de esos humanos hemos
renunciado a esa lección astronómica y filosófica diaria, y vivimos
mayoritariamente recluidos en grandes ciudades pobladas de farolas donde las
estrellas hay que ponerlas con la imaginación. El día que nos visite el primer
extraterrestre, habitante de exoplaneta, a más de uno nos va a coger con el
paso cambiado. Este fin de semana me voy al pueblo. Necesito ver unos cuantos
miles de estrellas.
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