Cuenta la fábula que Narciso se enamoró de su propia imagen reflejada en
un estanque. Como no podía escapar al embrujo de ese amor imposible, acabó
arrojándose a las aguas y murió ahogado. Narciso dio nombre a una flor, que dicen
que surgió en aquel mismo lugar, pero también a un trastorno de la personalidad,
el narcisismo, caracterizado por la desmesurada valoración de uno mismo, la falta
de empatía y una insaciable necesidad de adulación y reconocimiento. Pese a
todo, el narcisismo puede llegar a ser una condición indispensable en
determinados oficios: si usted aspira a presidir el FMI, un país sudamericano
con mucho petróleo y poco papel de wáter, o la parte septentrional de una
península dividida por un paralelo y obsesionada con los misiles, más le vale
ser un narcisista de narices. ¿Y para ser candidato a presidente del gobierno
de España? Vamos a ver, mal no le vendrá. En cualquier caso, en asuntos de
psicología, todo es cuestión de grados. En profesiones como la política, una
cierta dosis de narcisismo, sin llegar a lo patológico, parece aconsejable; tan
desastroso sería un imitador de Hugo Chávez como alguien demasiado apocado, que
tuviera miedo de expresar su opinión en público. ¿Hasta dónde llega el narcisismo
de su diputado o de su líder político favorito? Convendría tenerlo en cuenta. El
problema, de cara a las próximas elecciones generales, es que las listas
abiertas – el método más efectivo para expurgar candidatos indeseables –
continúan siendo una quimera. En España se vota un paquete ideológico, unas
siglas, que adjuntan una lista impuesta de diputados por provincia. Los
Narcisos son expertos en hacerse un hueco en esas listas. Narciso deriva del
griego “narkào”, narcótico, por el olor penetrante. Ser ujier del Congreso
tiene que ser un oficio embriagador.
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