La palabra evoca mujeres malignas y voluptuosas, templos misteriosos
iluminados con antorchas que nunca se apagan y, por supuesto, cultos paganos y
equivocadísimos que con frecuencia exigen sacrificios humanos para saciar el
apetito de los dioses. Reconozco que la visión es hollywoodiense, machista y,
afortunadamente, pasada de moda. Sin embargo, es innegable que la participación
de la mujer en la religión, en la católica, apostólica y romana en particular,
continúa siendo un asunto controvertido y, en gran medida, todavía marcado por
esa antiquísima tradición que durante milenios ha excluido a las mujeres del
gobierno de los asuntos públicos, y que etiquetaba de pecaminosas a las que se
atrevían a desafiar el orden establecido. La semana pasada, al mismísimo Papa se
le ocurrió dar un golpecito en el avispero vaticano aludiendo al asunto, y el
revuelo fue considerable. Poco importó que sus pretensiones fueran modestas: Francisco
se mostró favorable a la creación de una comisión que estudiase el papel de la
mujer en la Iglesia, con el horizonte de abrir el diaconado a las féminas. El
diácono es un grado inferior al sacerdote, que puede presidir bodas, bautizos y
funerales. Para los sectores más conservadores de la Iglesia, una propuesta
inaceptable, por considerarla antesala de la aceptación del sacerdocio
femenino. Jesucristo eligió solo a hombres para ser sus discípulos, argumentan.
Un razonamiento tan poco consistente que, en pleno siglo XXI, roza lo deshonesto.
¿Qué haría Jesús, hoy, si volviera a presentarse en este mundo? ¿Elegiría solo
a hombres? Resulta difícil de creer, a la vista de la evolución de la sociedad
en el último siglo. Mientras tanto, la iglesia anglicana ordena mujeres
sacerdotes, e incluso obispos, desde hace algunos años. Problema resuelto.
Quizá la solución no sea tan complicada.
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