Hacer campaña electoral, pero sin que se note. Ese debería ser el lema
de cualquier político inteligente, empático hacia el cabreo generalizado que
cunde en el electorado. Un cabreo justificadísimo, por otro lado. El votante siente
que cumplió con su deber acudiendo a las urnas el 20-D, mientras que los
políticos se han dedicado a hacer posturas delante del espejo durante cuatro
meses. Además de esa convicción, está la sospecha de que algunos líderes ya
habían optado por la repetición de elecciones desde el principio y que han
jugado al despiste durante todo este tiempo para acabar afirmando, con un
cinismo sin límites, que ellos “han hecho todo lo posible”. A los analistas más
finos tampoco se les escapa el sonado fracaso de las normas constitucionales
que rigen la formación del gobierno español. Bajo una inesperada situación de
estrés – la irrupción de dos nuevos partidos que han logrado sortear, contra
pronóstico, la trampa para osos del sistema electoral – las consultas regias y
los plazos absurdamente dilatados se han revelado como un protocolo pasado de
moda que ha sucumbido a las maniobras de tahúr que ha llevado a la práctica el
mismísimo presidente del gobierno. Hacer campaña electoral, pero sin gastar.
Olvídense, señores políticos, de los paseos por calles peatonales estrechando
las manos del personal, de las fotos con niño, de los coches forrados de
pósters con el megáfono arruina-siestas anunciando el mitin al que solo
acudirán los incondicionales, oh, sí, por Dios, ahórrennos las plazas de toros
repletas de rostros abovinados que aplaudirán al líder aunque anuncie el
próximo fin de la vida sobre la tierra… La no-campaña, el vacío, la nada. El
gran silencio que reclamaba Azaña, que se abatiría sobre España cuando la gente
comenzara a hablar solo de lo que sabe. Así podríamos aprovechar el tiempo para
pensar.
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