Entre los partidarios de la permanencia del Reino Unido en la Unión
Europea se han disparado las alarmas. A solo dos semanas del referéndum, las
encuestas reflejan un empate técnico y los proeuropeos, con el primer ministro
David Cameron a la cabeza, se disponen a sacar toda la artillería argumental
para tratar de convencer al ciudadano medio de la trascendencia del momento –
para que vaya a votar – y de la importancia de seguir formando parte del
proyecto continental. Fuera de Gran Bretaña, el asunto se observa con
preocupación. No sé si al nivel de la calle, pero desde luego sí en las
cancillerías. España, fiel a la tradición, va un poco por libre. En lo que
respecta a la opinión pública, el personal ya está bastante entretenido con la
contienda electoral más disputada de su historia democrática, y en cuanto al
gobierno, lleva tantos meses en funciones que le ha cogido gusto a tomar cierta
distancia de los problemas y a adoptar una actitud zen. Porque problema es, y
de enormes proporciones. El “leaving” del Reino Unido supondría el golpe más
importante a las relaciones diplomáticas europeas desde la II Guerra Mundial.
Una perspectiva tan lamentable y retrógrada que hasta hace poco se consideraba
imposible. ¿Cómo se concibe que una de las naciones más avanzadas del mundo
pueda cometer un error histórico de tal magnitud? Porque cuando una potencia
internacional se zambulle en la equivocación, lo hace con el mismo entusiasmo
que aplica a sus mayores logros y las consecuencias suelen ser fatales. No hace
falta cambiar de continente para encontrar otros ejemplos aún más sangrantes:
Alemania, sin ir más lejos. Como en el caso del órdago escocés, yo confío en que
el buen sentido se imponga y que la cosa se quede en un buen susto. Del que
convendrá sacar las oportunas conclusiones.
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