Nunca se le ha visto saliendo de un night-club a altas horas de la
madrugada. Jamás se ha quitado la camiseta ni tensado los músculos pectorales
en público. Jamás ha criticado a un compañero, ni al entrenador, ni al
utillero. Vive sobre un polvorín político-nacionalista – es jugador del Fútbol
Club Barcelona – y el de Fuentealbilla, provincia de Albacete, nunca se ha
hecho un lío con el asunto. Como todo el mundo sabe, Andrés Iniesta es un
futbolista excepcional y uno de los tipos más queridos de España; junto a Pau
Gasol y Rafael Nadal forman la Santísima Trinidad del deporte patrio, tan
importante para la Marca España como el Museo del Prado o la tortilla de
patatas. Y sin embargo, a pesar de un currículum deportivo tan excelso y de un
comportamiento deportivo intachable, para Iniesta, los premios y
reconocimientos casi siempre pasan de largo. El último ejemplo se ha dado en la
Eurocopa que estos días se disputa en Francia: después de ser el mejor
futbolista del partido que enfrentó a España y a la República Checa, su nombre no
fue incluido en el once ideal de la primera jornada de la competición. ¿Por qué
llamaría la atención su ausencia en un reconocimiento tan provisional como ese?
Permítanme ser un poco vulgar: porque ya huele. Es muy posible que a Iniesta le
falte ego, piel bronceada y melena al viento, y le sobre estilo y buena
educación para ser una figura mediática en el deporte de brutos por antonomasia
que es el fútbol. Debajo de esos cuatro pelos y alguna cana, sigue luciendo la
cara de aquel niño que dejó su pueblo con doce años para mudarse a La Masía y
perseguir un sueño que se ha hecho realidad. Un día glorioso sí pudo quitarse
la camiseta delante de todo un estadio. Y en lugar de exhibir abdominales,
honró la memoria de un amigo. Acababa de marcar el gol más importante de su
vida.
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