Uno de los mayores inconvenientes de robar una obra de arte famosa es
que luego no se sabe muy bien qué hacer con ella. Difícilmente se puede vender o
presumir de ella delante de las amistades. Si eres un tipo muy excéntrico, te
la puedes colgar en el dormitorio para contemplarla en soledad, todas las
noches, antes de dormir. En contadísimas ocasiones, sin embargo, se cometen
robos perfectos, que no solo permiten enseñar la obra robada a tus amistades
sino incluso exponerla en un museo… ¡y cobrar una entrada por contemplarla! Es
el caso de los mármoles del Partenón de Atenas, arrancados por el embajador
británico en 1816 y que hoy se exhiben en el Museo Británico de Londres, y el
de las pinturas de la sala capitular del Monasterio de Sigena de Huesca,
actualmente en el Museo de Arte Nacional de Cataluña. Los primeros han salido
recientemente a la palestra con motivo de la petición de un grupo de diputados
británicos de devolverlos al Museo de la Acrópolis de Atenas. Las pinturas
aragonesas, mejor dicho, lo que quedó de ellas tras el infame incendio que
provocaron los anarquistas de turno - algún día habrá que empezar a aplicar a
estos individuos la memoria histórica, con todo el rigor posible - fueron
arrancadas por orden de la Generalitat catalana en 1936, y son objeto de una
inacabable disputa judicial. En ambos casos, los herederos del expolio se
atribuyen las mejores intenciones: ellos solo quieren lo mejor para las obras
de arte, lo mismo que sus predecesores. El problema que no acaban de ver es que
esas palabras, pronunciadas hace 80 o 200 años, apenas tienen un pase. En la
actualidad, son de un cinismo insoportable. Los mármoles regresarán algún día a
sus frisos milenarios. Las pinturas también. Y los culpables de la prolongación
de esa injusticia solo podrán avergonzarse.
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