Esta semana, el Tribunal Constitucional acordaba por unanimidad la
suspensión de la resolución del Parlament de Cataluña que pretendía iniciar la
llamada “desconexión” del Estado, la última ocurrencia del separatismo catalán
para intentar quitarle hierro al asunto. Como si la secesión fuera algo tan
sencillo como desenchufar una plancha. Mientras tanto, el resto de españoles asistimos
al espectáculo con una mezcla de cansancio y preocupación. El estado de ánimo
oscila entre la ambigüedad, la indiferencia, la exaltación de los que piden
“¡que se vayan de una vez!” y la resistencia de los que seguimos denunciando
que la pretensión de separar a Cataluña del resto de España, por muy respetable
que sea en términos democráticos, es un gigantesco desatino.
Los nacionalistas están convencidos de que su país es mejor que el del vecino,
y no les suelen faltar motivos; es sabido que el nacionalismo surge siempre en
comunidades laboriosas y bien organizadas. Pero a esta descripción le falta un
matiz importante: el nacionalista cree que su país es mejor que el del vecino, a pesar del vecino. Es decir, cree que
su condición de superioridad ha sido alcanzada sin ninguna aportación foránea y
que, por tanto, el contacto con el vecino que un día se llamó compatriota
representa hoy una amenaza solo conjurable con la segregación. Lo que entraña
una falsedad como la copa de un pino, además de una injusticia para
generaciones enteras de “vecinos” que han nutrido a la comunidad presuntamente
superior en un intercambio mutuo durante siglos.
Esta es la parte egoísta del nacionalismo, la insolidaria, la
excluyente. La que tratan de disimular a toda costa los políticos muñidores de
este invento. Porque el nacionalismo no nació de la mente de un panadero, un
fresador o un contable, que se levantaron una mañana con la convicción de que
pertenecían a un pueblo oprimido y que debían guiarlo a su liberación. No. El
nacionalismo es siempre la creación de un político o de alguien que aspira a
serlo. Hasta hoy no se ha conocido caso de un nacionalista que después de
montar todo el tinglado – bandera alternativa, himno, recapitulación de
agravios, selección de hechos históricos convenientemente reelaborados – haya
afirmado solemnemente: “me vuelvo a la fresa”. O al horno de pan, o a la
oficina. El político nacionalista siempre llega para quedarse, para gestionar
su propio invento y para sacar de él un plato de lentejas. O de arroz con
bogavante, si se tercia.
Hasta aquí, la razón. Un poco amarga, lo admito. A fin de cuentas, a
nadie le gusta sentirse rechazado, aunque solo sea por una parte de los
catalanes. Menos mal que el sentimiento acude al rescate y me hace confiar en
que Cataluña seguirá siendo parte de España durante unos cuantos siglos más. Desde
luego el nacionalismo no va a lograr que renuncie a ese deseo. Por tres sencillas
razones que se acompañan de tres nombres propios. En primer lugar, porque no
estoy dispuesto a dejar solo a un amigo como Ricardo Ros, barcelonés de
adopción, uno de tantos aragoneses que hacen cada día más grande y plural a
Cataluña. En segundo, porque tampoco pienso dejar de considerar a la cultura
catalana como propia; me gusta cantar a Joan Manuel Serrat en catalán – y en
castellano también – y quiero seguir haciéndolo sin pensar que estoy
practicando una lengua extranjera. Y por último, porque mi abuelo materno era
catalán y conducía tranvías en Barcelona. ¿Quieren saber cómo se llamaba? Seguro
que sí. Mi abuelo se llamaba Agustín España.
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