Hay dos clases de personas en este mundo, los que creen en las normas y
los que no. Para los primeros, las normas son una forma de organización de la
sociedad, imprescindible para la convivencia, y el respeto hacia ellas forma
parte de su misma personalidad. Para los segundos, las normas son una forma de
organización de la sociedad, imprescindible para la convivencia, y su
incumplimiento ofrece una ventaja competitiva que hay que aprovechar siempre
que sea posible. La dificultad para distinguir a unos de otros, a los honrados
de los tramposos, es que los dos grupos parten de la misma premisa - las normas
son necesarias – y la defenderán siempre que puedan. En realidad, la existencia
de normas es mucho más importante para los que no creen en ellas que para los
que sí. Tomemos el ejemplo del reciente escándalo de dopaje en Rusia. Si no
existiera una regulación estricta sobre las sustancias y procedimientos
prohibidos, el ministro de deportes nunca se habría molestado en organizar una
trama de falsificación de pruebas de orina con la participación de agentes del
servicio secreto vestidos de fontaneros, que proporcionó al deporte ruso una
lluvia de medallas olímpicas fraudulentas. Las normas deben existir para que
las cumplan los demás. Pero, ¿para qué sirve una medalla olímpica fraudulenta? A
nivel individual, para tener un recordatorio permanente, metálico y redondo, de
lo deshonesto que uno pudo llegar a ser. Para ser candidato seguro al diván de
un profesional de la psiquiatría. A nivel colectivo, para alimentar la
megalomanía de un líder que en su fuero interno duda de sí mismo, de su propio
país, y que hace de la exhibición de la fuerza una forma de compensar su
profunda debilidad moral. Vladimir Putin no cree en las normas. Donald Trump
tampoco. Ninguno de los dos oculta ya su mutua admiración.
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