jueves, 18 de agosto de 2016

AMOR POR LA CALLE (14/08/2016)

Me acabo de hacer gafas nuevas, con unos cristales tan revolucionarios que ahora veo en alta definición. Casi me cuestan los ojos de la cara, pero el bueno de mi óptico tenía razón. Al salir a la calle por primera vez, ¡qué luces!, ¡qué brillos! La plaza Europa parecía el escenario de un musical, como si todos los peatones estuvieran a punto de ponerse a bailar. El problema fue descubrir que las aceras estaban sucias, regadas de orines y tachonadas de chicles ennegrecidos. Con mis nuevas gafas, ¡ay!, la belleza de la calle y sus miserias eran igual de visibles.

No es más limpio el que más limpia, sino el que menos ensucia, dice el refrán. La culpa es nuestra. La limpieza de la calle es competencia del ayuntamiento, pero en su descargo y en el de los trabajadores que barren cada día las aceras con admirable estoicismo, hay que decir que el comportamiento del personal se transforma radicalmente al pasar del espacio privado al público. Un español jamás escupirá en el salón de casa, no tirará colillas en un rincón del pasillo y pondrá la máxima atención en miccionar dentro de la taza correspondiente. En el interior del portal seguiremos guardando las formas, más o menos, aunque solo sea porque de vez en cuando nos toca ser presidente de la comunidad de vecinos. Pero al llegar a la calle, el doctor Jekyll se habrá convertido en Mr. Hide, un individuo al que no le pena demasiado deshacerse de papeles, chicles, colillas o cáscaras de pipas en medio de la acera, dejar que su perro haga sus necesidades donde le venga en gana, o incluso mear en algún rincón propicio.

En algunos ayuntamientos, estos problemas se intentan solucionar a golpe de ordenanza municipal. Con escaso éxito. Cuando los munícipes se meten a legisladores casi siempre se les va la mano y acaban prohibiendo jugar al dominó tras la caída del sol o hacer castillos de arena con un foso de más de veinte centímetros, para el cachondeo general. Además, tampoco vamos a poner a un guardia en cada calle, libreta en mano, multando al personal. Sería peor el remedio que la enfermedad.

Lo que yo propongo es cultivar el amor por la calle. Empezando por la propia de cada uno. Preocupándose por el estado de un árbol enfermo, por la bombilla de una farola que se ha fundido o por la placa que le da nombre cuando necesite arreglo. Por cierto, si la calle está dedicada a un pintor, a una pianista o a un acróbata, averiguar qué hicieron para merecer ese honor, y si es a un río, conocer por dónde pasa y dónde desemboca. La mayoría de las veces, necesitaremos llamar al servicio municipal correspondiente. Pero no siempre. Un albañil jubilado podría encargarse de fijar una baldosa suelta de la acera, o alguien con tiempo y ganas regar unas plantas o recortar un arbusto asilvestrado, sin tener que hacer venir al empleado de turno. Ya lo estoy viendo. El día de la fecha de nacimiento de nuestro pintor, pianista o acróbata favorito, los vecinos se reunirían en una comida de hermandad, para crear vínculos, para hacer que lo que es de todos nos importe, para cultivar el amor por la calle…

Definitivamente, estas gafas son mágicas. Además de ver mejor que un lince ibérico, me están convirtiendo en un idealista. Como esto siga así, me veo encima de una caja de fruta, en el cruce de la calle de Mariano Castillo, famoso astrónomo del siglo XIX nacido en Villanueva de Gállego, con la de Sierra de Vicor, serranía de la provincia de Zaragoza, arengando a las masas. Juro que son las gafas. Que nadie avise a los loqueros.

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