Me acabo de hacer gafas nuevas, con unos cristales tan
revolucionarios que ahora veo en alta definición. Casi me cuestan los ojos de
la cara, pero el bueno de mi óptico tenía razón. Al salir a la calle por
primera vez, ¡qué luces!, ¡qué brillos! La plaza Europa parecía el escenario de
un musical, como si todos los peatones estuvieran a punto de ponerse a bailar. El
problema fue descubrir que las aceras estaban sucias, regadas de orines y
tachonadas de chicles ennegrecidos. Con mis nuevas gafas, ¡ay!, la belleza de
la calle y sus miserias eran igual de visibles.
No es más limpio el que más limpia, sino el que menos
ensucia, dice el refrán. La culpa es nuestra. La limpieza de la calle es
competencia del ayuntamiento, pero en su descargo y en el de los trabajadores
que barren cada día las aceras con admirable estoicismo, hay que decir que el
comportamiento del personal se transforma radicalmente al pasar del espacio
privado al público. Un español jamás escupirá en el salón de casa, no tirará
colillas en un rincón del pasillo y pondrá la máxima atención en miccionar
dentro de la taza correspondiente. En el interior del portal seguiremos
guardando las formas, más o menos, aunque solo sea porque de vez en cuando nos
toca ser presidente de la comunidad de vecinos. Pero al llegar a la calle, el
doctor Jekyll se habrá convertido en Mr. Hide, un individuo al que no le pena
demasiado deshacerse de papeles, chicles, colillas o cáscaras de pipas en medio
de la acera, dejar que su perro haga sus necesidades donde le venga en gana, o
incluso mear en algún rincón propicio.
En algunos ayuntamientos, estos problemas se intentan
solucionar a golpe de ordenanza municipal. Con escaso éxito. Cuando los
munícipes se meten a legisladores casi siempre se les va la mano y acaban
prohibiendo jugar al dominó tras la caída del sol o hacer castillos de arena
con un foso de más de veinte centímetros, para el cachondeo general. Además,
tampoco vamos a poner a un guardia en cada calle, libreta en mano, multando al
personal. Sería peor el remedio que la enfermedad.
Lo que yo propongo es cultivar el amor por la calle. Empezando
por la propia de cada uno. Preocupándose por el estado de un árbol enfermo, por
la bombilla de una farola que se ha fundido o por la placa que le da nombre
cuando necesite arreglo. Por cierto, si la calle está dedicada a un pintor, a
una pianista o a un acróbata, averiguar qué hicieron para merecer ese honor, y
si es a un río, conocer por dónde pasa y dónde desemboca. La mayoría de las
veces, necesitaremos llamar al servicio municipal correspondiente. Pero no
siempre. Un albañil jubilado podría encargarse de fijar una baldosa suelta de
la acera, o alguien con tiempo y ganas regar unas plantas o recortar un arbusto
asilvestrado, sin tener que hacer venir al empleado de turno. Ya lo estoy
viendo. El día de la fecha de nacimiento de nuestro pintor, pianista o acróbata
favorito, los vecinos se reunirían en una comida de hermandad, para crear
vínculos, para hacer que lo que es de todos nos importe, para cultivar el amor
por la calle…
Definitivamente, estas gafas son mágicas. Además de ver
mejor que un lince ibérico, me están convirtiendo en un idealista. Como esto
siga así, me veo encima de una caja de fruta, en el cruce de la calle de
Mariano Castillo, famoso astrónomo del siglo XIX nacido en Villanueva de
Gállego, con la de Sierra de Vicor, serranía de la provincia de Zaragoza,
arengando a las masas. Juro que son las gafas. Que nadie avise a los loqueros.
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