Hubo un día en que las películas dejaron de acabar con el
rótulo “Fin”. Probablemente fue idea de un director francés, temeroso de que su
filme no hubiera sido lo suficientemente rompedor. ¿Y si no ponemos nada?,
propuso el joven artista, hambriento de notoriedad. Algo habrá que poner, contestó
el montador, a quien empezaba a agotársele la paciencia ante tanta genialidad. Si
no, el público no sabrá que la película ha acabado y se quedarán delante de la
pantalla vacía. Cuando el proyeccionista descubra que el rollo ha terminado,
encenderá las luces y el patio de butacas gritará buuuuuu. Pues ponemos mi
nombre, contestó el enfant terrible con aire triunfal. El montador, que estaba
cansado de cenar frío cada noche (los padres del inventor del microondas
estaban todavía en el instituto, se conocían, pero él era un poco
vergonzosillo) obedeció sin rechistar. Y así fue cómo los títulos de crédito
pasaron al final, y cómo desapareció el rótulo de “Fin”. Probablemente, aquel
joven artista nunca hizo una película durante la cual un espectador medio
pudiera conservar el estado de vigilia, pero su innovación triunfó. Se deshizo
de un artificio que nos recordaba, en el momento más inoportuno, que todo lo que
habíamos visto era mentira, pura ficción. ¡Bien hecho, Jean François! O Alain,
o Dominique.
Hubo un día en que las películas dejaron de acabar con un
beso. No es por cargar las tintas, pero me temo que la idea también fue de un
francés. En realidad, los besos desaparecieron de cualquier parte de las
películas, del principio, del medio y del final. Me estoy refiriendo, claro
está, a esos besos interminables -cinco
segundos en pantalla equivalen a cinco minutos en la vida real - en los que un
hombre y una mujer juntaban sus labios con inusitada energía tratando de
convencer al espectador de que estaban alcanzando el clímax. Eran besos en
seco, besos que nunca pasaban a mayores, pero tan apasionados, que las
jovencitas más virginales no tenían muy claro si de todo aquello no acabaría
naciendo una criatura nueve meses más tarde. Eran besos falsos, sí, pero con la
capacidad de emocionar al público hasta el tuétano. Tenían el suficiente
peligro erótico como para que el cura del pueblo de “Cinema Paradiso” tratara
de eliminarlos, haciendo posible una de las escenas más emocionantes de la
historia del cine. ¡Claro que el público sabía que eran falsos! Tardaban en
descubrirlo lo que tardaban en estar delante de un hombre o de una mujer, en la
intimidad, con las bendiciones apostólicas o sin ellas. Y un día nuestro
artista francés se deshizo del artificio y cambió el beso falso por uno
verdadero, o por un no beso, o por un plano de la torre Eiffel al atardecer.
Otra vez con muy buen criterio. ¡Bravo, René!
Hubo un día en que el público ya no aplaudió al final de una
película. Algunos dicen que fue en Columbus, Nebraska. Personalmente, aún a
riesgo de parecer obsesivo, creo que fue en un cine francés de arte y ensayo.
La película era tan lenta que cuando apareció el nombre del director (sí, era
Jean François) el patio de butacas, somnoliento, se olvidó de aplaudir. Hoy el
público no aplaude porque, si lo hiciera, sería como admitir que el cine, ese artefacto
tan primitivo, aún tiene capacidad de sorprenderle. Sin embargo, muy de tarde
en tarde, algún maestro consigue el milagro. La película termina y el público
rompe a aplaudir, sin poder evitarlo. Y ese maestro, que podría ser francés,
consigue hacer olvidar el artificio. Y consigue emocionar. ¡Grande, Jean
Jacques!
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