lunes, 12 de septiembre de 2016

HISTORIA DE UN DESGOBIERNO (11/09/2016)

Después de casi nueve meses de atasco, hasta la misma denominación “gobierno en funciones” empieza a florecer. Pronto habrá que tirarla a la basura, como ese bote de tomate que guardábamos en la nevera y al que le ha brotado pelusilla. Lo que hoy rige en España es un Desgobierno en toda regla. Un Desgobierno al que no le falta de nada, con su presidente gallego, su ministro de economía de calva lustrosa y su portavoz, que comparece ante la prensa cada viernes con cara de circunstancias.

Aunque la tentación de echar toda la culpa a los políticos actuales es casi irresistible, la realidad es que ellos han heredado unas normas que aprobaron otros, y que han demostrado su ineficacia para dotar a este país de un gobierno. ¿Por qué el constituyente de 1978 no pensó en una fórmula de consenso que evitara esta situación? En primer lugar, porque se preciaba de conocer bien a su pueblo: a los españoles, si nos quitas el sectarismo, nos quedamos en muy poca cosa. Y sobre todo, porque jamás pensó que fuera necesario. El sistema electoral - piedra angular de una democracia, pero de dificilísima comprensión para el ciudadano común – fue diabólicamente concebido para producir dos fenómenos que el balbuceante régimen necesitaba para sobrevivir. Primero, un bipartidismo fuerte, a la española, con diputados obedientes y comités ejecutivos todopoderosos. ¿Cómo lograrlo? Con un sistema proporcional que masacrara a los terceros y cuartos partidos que no alcanzaran un umbral crítico de votos. Y segundo, unos partidos nacionalistas satisfechos, tan contentos de pisar la moqueta del Congreso de los Diputados que se olvidarían de torpedear el sistema.

Pero un día ocurrió lo impensable. Lo que no tenía que ocurrir. Unos jóvenes descarados fundaron nuevos partidos, y en lugar de comenzar desde abajo, con resultados modestos que la ley electoral se encargaría de convertir en más modestos todavía, consiguieron a las primeras de cambio unas cifras espectaculares, que casi les igualaban a los partidos mayoritarios. De pronto fue imposible formar gobierno. De pronto el candidato del partido más votado recibe del Rey el encargo de formar gobierno, y dice que no quiere. Si Adolfo Suárez y Torcuato Fernández Miranda levantaran la cabeza, se les caían los palos del sombrajo. ¿Cómo ha sido posible? Al electorado español le sobran las razones: crisis económica, corrupción y hartazgo general. Aunque la causa profunda siempre haya dormido en las entrañas del sistema: las normas electorales reforzaron tanto a los dos grandes partidos, que estos llegaron a confundir sus organizaciones con el sistema mismo; se creyeron tan imprescindibles como las instituciones a las que debían servir. Bárcenas, Rato y los ERES, eran la consecuencia inevitable.

Y en esas estamos. Con un traje de 1978 en pleno siglo XXI, dando el cante jondo y haciendo que el resto del mundo se pregunte por qué demonios los españoles llevamos tanto tiempo sin gobierno. La solución, en el corto plazo, es complicada. En el largo, cristalina: que los partidos devuelvan una parte del poder a la ciudadanía. Que haya listas abiertas y no cerradas y bloqueadas. Que cada diputado responda ante el electorado de su circunscripción, los que verdaderamente le votan, y no solo ante la ejecutiva de su partido. Diputados menos obedientes y con opinión propia. De esta manera, quizás alguien se atrevería a decir en voz alta que el tiempo de Mariano Rajoy ha pasado. O que abstenerse para hacer posible un gobierno no es lo mismo que apoyarlo.      


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