Después de casi nueve meses de atasco, hasta la misma
denominación “gobierno en funciones” empieza a florecer. Pronto habrá que
tirarla a la basura, como ese bote de tomate que guardábamos en la nevera y al
que le ha brotado pelusilla. Lo que hoy rige en España es un Desgobierno en
toda regla. Un Desgobierno al que no le falta de nada, con su presidente
gallego, su ministro de economía de calva lustrosa y su portavoz, que comparece
ante la prensa cada viernes con cara de circunstancias.
Aunque la tentación de echar toda la culpa a los políticos
actuales es casi irresistible, la realidad es que ellos han heredado unas
normas que aprobaron otros, y que han demostrado su ineficacia para dotar a este
país de un gobierno. ¿Por qué el constituyente de 1978 no pensó en una fórmula
de consenso que evitara esta situación? En primer lugar, porque se preciaba de
conocer bien a su pueblo: a los españoles, si nos quitas el sectarismo, nos
quedamos en muy poca cosa. Y sobre todo, porque jamás pensó que fuera
necesario. El sistema electoral - piedra angular de una democracia, pero de
dificilísima comprensión para el ciudadano común – fue diabólicamente concebido
para producir dos fenómenos que el balbuceante régimen necesitaba para
sobrevivir. Primero, un bipartidismo fuerte, a la española, con diputados
obedientes y comités ejecutivos todopoderosos. ¿Cómo lograrlo? Con un sistema
proporcional que masacrara a los terceros y cuartos partidos que no alcanzaran
un umbral crítico de votos. Y segundo, unos partidos nacionalistas satisfechos,
tan contentos de pisar la moqueta del Congreso de los Diputados que se olvidarían
de torpedear el sistema.
Pero un día ocurrió lo impensable. Lo que no tenía que
ocurrir. Unos jóvenes descarados fundaron nuevos partidos, y en lugar de
comenzar desde abajo, con resultados modestos que la ley electoral se
encargaría de convertir en más modestos todavía, consiguieron a las primeras de
cambio unas cifras espectaculares, que casi les igualaban a los partidos
mayoritarios. De pronto fue imposible formar gobierno. De pronto el candidato
del partido más votado recibe del Rey el encargo de formar gobierno, y dice que
no quiere. Si Adolfo Suárez y Torcuato Fernández Miranda levantaran la cabeza,
se les caían los palos del sombrajo. ¿Cómo ha sido posible? Al electorado
español le sobran las razones: crisis económica, corrupción y hartazgo general.
Aunque la causa profunda siempre haya dormido en las entrañas del sistema: las
normas electorales reforzaron tanto a los dos grandes partidos, que estos
llegaron a confundir sus organizaciones con el sistema mismo; se creyeron tan
imprescindibles como las instituciones a las que debían servir. Bárcenas, Rato
y los ERES, eran la consecuencia inevitable.
Y en esas estamos. Con un traje de 1978 en pleno siglo XXI,
dando el cante jondo y haciendo que el resto del mundo se pregunte por qué
demonios los españoles llevamos tanto tiempo sin gobierno. La solución, en el
corto plazo, es complicada. En el largo, cristalina: que los partidos devuelvan
una parte del poder a la ciudadanía. Que haya listas abiertas y no cerradas y
bloqueadas. Que cada diputado responda ante el electorado de su
circunscripción, los que verdaderamente le votan, y no solo ante la ejecutiva
de su partido. Diputados menos obedientes y con opinión propia. De esta manera,
quizás alguien se atrevería a decir en voz alta que el tiempo de Mariano Rajoy
ha pasado. O que abstenerse para hacer posible un gobierno no es lo mismo que
apoyarlo.
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