Decía el Deán del Pilar que la Virgen
había querido someter a los artífices de su Santa Capilla a la más difícil
prueba. María Rodríguez, esposa del pintor Antonio González Velázquez, había
muerto recién llegada a Zaragoza, antes de que su marido llegara a posar el
pincel sobre la cúpula. Por su parte, Rita Garro, casada por poderes con el
arquitecto Ventura Rodríguez, había muerto en la primavera de 1754, pocos meses
antes de que su esposo regresara para iniciar la construcción de la Santa
Capilla.
Ventura volvía a Zaragoza como la primera
vez, viudo y sin tiempo para llorar a su esposa desaparecida. Debía hacer
realidad en piedra lo que hasta entonces solo era un bonito trazado en un papel.
Al igual que cuatro años antes, cuando dibujó las cuatro primeras láminas del
proyecto, sumergirse en el trabajo absorbente proporcionó alivio a su dolor. Esta
vez, el arquitecto no permitió que nada ni nadie le distrajera de su objetivo:
levantar la más bella capilla del mundo en la ciudad donde la vida siempre le
salía al paso con una intensidad abrumadora.
El gran obstáculo se hizo presente desde
el primer momento: la columna de la Virgen no se podía mover de su lugar sagrado,
ni siquiera temporalmente. ¿Cómo se cimentaría la nueva Santa Capilla? Ventura
Rodríguez encontró la solución, con la audacia que solo podía tener un foráneo,
alguien que no hubiera reverenciado aquel santo Pilar desde antes de aprender a
andar: lo colgó de uno de los arcos torales, en una jaula de madera, para que
se mantuviera siempre en el mismo lugar donde la depositó la Virgen.
Ante semejantes desafíos, la presencia del
escultor zaragozano José Ramírez de Arellano le tranquilizaba. Sabía que, en su
ausencia, siempre habría alguien experimentado al que los abundantísimos
gremios que participaban en la obra podrían recurrir. Carlos Salas y Manuel
Alvarez, los otros dos escultores que ejecutarían medallones y estucos, eran
dos jóvenes académicos de gran talento, pero la benefactora presencia de
Ramírez serviría también para templar sus ímpetus juveniles.
El trabajo proyectista del arquitecto no
se detuvo. Debajo de la Santa Capilla se ejecutó una cripta, no prevista
inicialmente, y en los meses y años sucesivos, Ventura Rodríguez levantó planos
de la nueva sacristía, el coreto y las fachadas exteriores del templo. Solo una
parte de estos diseños sería finalmente realizada. El arquitecto regresó a
Madrid, al servicio del rey, y desde allí seguía la obra puntualmente, gracias
a la correspondencia del fiel Ramírez.
El 12 de octubre de 1765, once años
después del comienzo de las obras, quince desde su primera llegada a la ciudad,
se inauguró solemnemente la nueva Santa Capilla del Pilar. En el cabildo y el
pueblo de Zaragoza hubo unanimidad absoluta: la obra era magnífica, digna de la
primera devoción mariana de la cristiandad. Ventura Rodríguez disculpó su
asistencia. A pesar del éxito, su satisfacción no podía ser completa. La
negativa del cabildo a trasladar al fondo del templo el retablo de Damián
Forment condenaba a las alturas de su creación - la media naranja y su remate -
a ser casi invisibles desde las naves del templo. La Santa Capilla nunca sería
contemplada con la perspectiva que el arquitecto había previsto. Su ego de
artista, que veía defectos invisibles para el resto de los mortales, se
resintió. Aquella sería la más valiosa lección, en la obra más importante de su
vida. Porque había perseguido una fabulosa quimera. La perfección siempre quedaría
fuera de su alcance.
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