viernes, 21 de octubre de 2016

VENTURA EN ZARAGOZA (Y III) (16/10/2016)

Decía el Deán del Pilar que la Virgen había querido someter a los artífices de su Santa Capilla a la más difícil prueba. María Rodríguez, esposa del pintor Antonio González Velázquez, había muerto recién llegada a Zaragoza, antes de que su marido llegara a posar el pincel sobre la cúpula. Por su parte, Rita Garro, casada por poderes con el arquitecto Ventura Rodríguez, había muerto en la primavera de 1754, pocos meses antes de que su esposo regresara para iniciar la construcción de la Santa Capilla.
Ventura volvía a Zaragoza como la primera vez, viudo y sin tiempo para llorar a su esposa desaparecida. Debía hacer realidad en piedra lo que hasta entonces solo era un bonito trazado en un papel. Al igual que cuatro años antes, cuando dibujó las cuatro primeras láminas del proyecto, sumergirse en el trabajo absorbente proporcionó alivio a su dolor. Esta vez, el arquitecto no permitió que nada ni nadie le distrajera de su objetivo: levantar la más bella capilla del mundo en la ciudad donde la vida siempre le salía al paso con una intensidad abrumadora.
El gran obstáculo se hizo presente desde el primer momento: la columna de la Virgen no se podía mover de su lugar sagrado, ni siquiera temporalmente. ¿Cómo se cimentaría la nueva Santa Capilla? Ventura Rodríguez encontró la solución, con la audacia que solo podía tener un foráneo, alguien que no hubiera reverenciado aquel santo Pilar desde antes de aprender a andar: lo colgó de uno de los arcos torales, en una jaula de madera, para que se mantuviera siempre en el mismo lugar donde la depositó la Virgen.
Ante semejantes desafíos, la presencia del escultor zaragozano José Ramírez de Arellano le tranquilizaba. Sabía que, en su ausencia, siempre habría alguien experimentado al que los abundantísimos gremios que participaban en la obra podrían recurrir. Carlos Salas y Manuel Alvarez, los otros dos escultores que ejecutarían medallones y estucos, eran dos jóvenes académicos de gran talento, pero la benefactora presencia de Ramírez serviría también para templar sus ímpetus juveniles.
El trabajo proyectista del arquitecto no se detuvo. Debajo de la Santa Capilla se ejecutó una cripta, no prevista inicialmente, y en los meses y años sucesivos, Ventura Rodríguez levantó planos de la nueva sacristía, el coreto y las fachadas exteriores del templo. Solo una parte de estos diseños sería finalmente realizada. El arquitecto regresó a Madrid, al servicio del rey, y desde allí seguía la obra puntualmente, gracias a la correspondencia del fiel Ramírez.
El 12 de octubre de 1765, once años después del comienzo de las obras, quince desde su primera llegada a la ciudad, se inauguró solemnemente la nueva Santa Capilla del Pilar. En el cabildo y el pueblo de Zaragoza hubo unanimidad absoluta: la obra era magnífica, digna de la primera devoción mariana de la cristiandad. Ventura Rodríguez disculpó su asistencia. A pesar del éxito, su satisfacción no podía ser completa. La negativa del cabildo a trasladar al fondo del templo el retablo de Damián Forment condenaba a las alturas de su creación - la media naranja y su remate - a ser casi invisibles desde las naves del templo. La Santa Capilla nunca sería contemplada con la perspectiva que el arquitecto había previsto. Su ego de artista, que veía defectos invisibles para el resto de los mortales, se resintió. Aquella sería la más valiosa lección, en la obra más importante de su vida. Porque había perseguido una fabulosa quimera. La perfección siempre quedaría fuera de su alcance.

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