Había nacido en Ciempozuelos, cerca de Madrid, en 1717. Su
nombre era sinónimo de buena suerte, pero nadie podía decir que había alcanzado
el lugar de privilegio que ocupaba por un golpe de fortuna, o por el favor de
algún señor poderoso. Ventura Rodríguez era arquitecto del Rey por méritos
propios, porque antes de tocar un plumín se había manchado las manos de mortero
y conocía bien el sabor del polvo en la garganta. Su padre, que era maestro de
obras, tuvo el buen sentido de reconocer en su hijo un talento superior al
propio, y de fomentarlo, consiguiendo introducirlo en el gabinete de
delineación del Palacio Real de Madrid. Y allí el joven Ventura hizo su parte. El
ansia de aprender, la destreza en el dibujo y -lo que no se aprende en ninguna
academia- la sensibilidad hacia la belleza, le hicieron destacar. Los italianos,
que todo lo hacían y deshacían, se fijaron pronto en él, y el viejo maestro
Filipo Juvarra, al que todos temían, le trataba especialmente y le decía que
por sus venas corría sangre italiana; que nunca había visto a un español
dibujar con tanta finura.
Pero tuvo Ventura Rodríguez unos valedores aún más grandes: los
reyes de España, Fernando VI y Doña Bárbara de Braganza. De príncipe, poco
inclinado a las conspiraciones palaciegas urdidas por su madrastra, la italiana
Isabel de Farnesio, Fernando se había refugiado en las artes y encontró en su
esposa Bárbara, la que decían la princesa más fea de Europa, el complemento
perfecto a su melancolía. Cuando fue rey, desterró a su madrastra. Y cuando se
encontró a un italiano al frente de las obras reales –muerto Juvarra, le había
sustituido Sachetti- lo mantuvo porque era un hombre justo, pero ello no le
impidió promocionar a un joven arquitecto español, de nombre venturoso y notable
talento. En 1749, contra todo pronóstico, Fernando VI eligió el proyecto de
Ventura Rodríguez para la Capilla Real, en detrimento del de su jefe y
director, el italiano Sachetti. ¿Un desquite tardío contra la herencia de su
madrastra? Es imposible saberlo. Si fue resentimiento supo acompañarlo de
prudencia, porque él sabía que Ventura era un valor seguro.
Al rey le gustaba el joven arquitecto, y a su real esposa
también. Cuando llegó a la corte la petición de ayuda de la Junta de Obras de
la Catedral del Pilar de Zaragoza, para resolver un problema arquitectónico que
se antojaba endiablado, Fernando VI volvió a pensar en su arquitecto protegido.
La petición venía abrumadoramente bien recomendada: la traía el ministro
Carvajal y las muchas amistades que guardaba en la corte Antonio Jorge y
Galván, Deán del Pilar. ¡Hasta el mismísimo médico del Rey, el doctor Suñol,
que era zaragozano y parroquiano de la Magdalena, aprovechaba la consulta con Su
Majestad para convencerle de la necesidad de que la Virgen del Pilar tuviera un
templo digno de su grandeza!
Y viajó finalmente Ventura a Zaragoza, con licencia real de
tres meses, para trazar planta y alzados de una nueva Santa Capilla que
sustituyera a la antigua, en el templo del Pilar a orillas del Ebro. Entró en
la ciudad y antes siquiera de instalarse, quiso el arquitecto conocer el lugar
en el que se iba a levantar su obra. La visión del templo no pudo causarle una
impresión más decepcionante: oscuro, inacabado y decorado sin gusto. Casi le
pareció escuchar las carcajadas de Sachetti, que conocía bien el lugar por
haber tomado medidas unos años antes. De pronto, Ventura Rodríguez supo que
estaba obligado a realizar la obra más importante de su vida.
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