viernes, 14 de octubre de 2016

VENTURA EN ZARAGOZA (II) (09/10/2016)

Se llamaba Rita Garro y pertenecía a una familia de plateros zaragozanos de larga tradición. Ventura Rodríguez no era propiamente un joven a sus 33 años, pero la responsabilidad que había recaído sobre sus hombros -edificar la nueva Santa Capilla que iba a acoger a la devoción mariana más antigua de la cristiandad- hacía que lo pareciera hasta la temeridad, y ya se sabe que los jóvenes temerarios venidos de la capital ejercen una fuerte atracción en las jovencitas de provincias. Pero Ventura no estaba para cortejos. Hacía solo un mes que había fallecido su segunda mujer, Antonia. La perspectiva de encontrar una nueva esposa en Zaragoza, donde solo pensaba residir unos meses, ni siquiera existía en su cabeza. Pero Rita sí era joven, más graciosa que bella, y con una falta de presunción tan refrescante que Ventura encontró en ella la compañera perfecta para guiarle por los salones zaragozanos que se disputaban su presencia. Cuando quería escabullirse, bastaba con un guiño para que Rita le cogiese del brazo y se despidiera de todos con una brusquedad encantadora.
En realidad, la vida social era solo un entretenimiento ocasional para Ventura Rodríguez. Aquel otoño de 1750, lo pasó entre las cuatro paredes de su cuarto, plasmando en papel el edificio que había ido creciendo en su imaginación. Primero en borrones trazados a vuela pluma, en el mismo templo del Pilar que visitaba cada día. Luego con el grafito, el plumín y las acuarelas, con la pulcritud que había aprendido de sus maestros italianos en el Palacio Real de Madrid. Con el paso de las semanas aprendió a convivir con las complejidades del edificio y de su culto milenario, algo misterioso; el de una columna depositada por la Virgen, venida en carne mortal, que debía permanecer en ese mismo lugar hasta el fin del mundo. A finales de noviembre, la Santa Capilla del Pilar era una realidad arquitectónica, dibujada en cuatro primorosas láminas que entusiasmaron a la Junta de Obras del Cabildo zaragozano.
Fueron días de euforia. Aprobados los planos de la nueva construcción, la voz corrió por toda la ciudad: el arquitecto del Rey había solucionado el problema de la Santa Capilla de la Virgen. Aquel claustro anticuado y ruinoso que afeaba el templo, iba a ser sustituido por un tabernáculo moderno y elegante. Los compromisos sociales de Ventura pasaron a ser una ocupación diaria y la presencia de Rita se hizo imprescindible. Tanto, que el madrileño pensó que ya nunca querría prescindir de ella. Preparando su vuelta a la Corte, se formalizó el compromiso con los padres de la joven, que dieron su aprobación como se la darían a la santísima Virgen. Ventura y Rita contraerían matrimonio por poderes en aquel mismo año de 1751, y ella permanecería en Zaragoza hasta que el arquitecto regresara para iniciar las obras de la Santa Capilla.
Llegado a Madrid, la magia de aquellos meses inolvidables se evaporó. Los diseños de la Santa Capilla recibieron críticas de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Desde el Cabildo zaragozano le solicitaban más planos, pero Ventura empezaba a sospechar que los canónigos no tenían la menor intención de seguir sus previsiones sobre la organización del templo. El retablo de Damián Forment continuaba en su sitio, condenando a la futura Santa Capilla a permanecer tapada por esa bella tajadera que partía el templo del Pilar en dos. Desde Zaragoza llegaban noticias aún más inquietantes: Rita estaba enferma y Ventura no veía próximo el día en que podría regresar.   

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