Se llamaba Rita Garro y pertenecía a una familia de plateros
zaragozanos de larga tradición. Ventura Rodríguez no era propiamente un joven a
sus 33 años, pero la responsabilidad que había recaído sobre sus hombros -edificar
la nueva Santa Capilla que iba a acoger a la devoción mariana más antigua de la
cristiandad- hacía que lo pareciera hasta la temeridad, y ya se sabe que los
jóvenes temerarios venidos de la capital ejercen una fuerte atracción en las
jovencitas de provincias. Pero Ventura no estaba para cortejos. Hacía solo un
mes que había fallecido su segunda mujer, Antonia. La perspectiva de encontrar
una nueva esposa en Zaragoza, donde solo pensaba residir unos meses, ni
siquiera existía en su cabeza. Pero Rita sí era joven, más graciosa que bella,
y con una falta de presunción tan refrescante que Ventura encontró en ella la
compañera perfecta para guiarle por los salones zaragozanos que se disputaban
su presencia. Cuando quería escabullirse, bastaba con un guiño para que Rita le
cogiese del brazo y se despidiera de todos con una brusquedad encantadora.
En realidad, la vida social era solo un entretenimiento
ocasional para Ventura Rodríguez. Aquel otoño de 1750, lo pasó entre las cuatro
paredes de su cuarto, plasmando en papel el edificio que había ido creciendo en
su imaginación. Primero en borrones trazados a vuela pluma, en el mismo templo
del Pilar que visitaba cada día. Luego con el grafito, el plumín y las
acuarelas, con la pulcritud que había aprendido de sus maestros italianos en el
Palacio Real de Madrid. Con el paso de las semanas aprendió a convivir con las
complejidades del edificio y de su culto milenario, algo misterioso; el de una
columna depositada por la Virgen, venida en carne mortal, que debía permanecer
en ese mismo lugar hasta el fin del mundo. A finales de noviembre, la Santa
Capilla del Pilar era una realidad arquitectónica, dibujada en cuatro
primorosas láminas que entusiasmaron a la Junta de Obras del Cabildo zaragozano.
Fueron días de euforia. Aprobados los planos de la nueva
construcción, la voz corrió por toda la ciudad: el arquitecto del Rey había
solucionado el problema de la Santa Capilla de la Virgen. Aquel claustro
anticuado y ruinoso que afeaba el templo, iba a ser sustituido por un
tabernáculo moderno y elegante. Los compromisos sociales de Ventura pasaron a
ser una ocupación diaria y la presencia de Rita se hizo imprescindible. Tanto,
que el madrileño pensó que ya nunca querría prescindir de ella. Preparando su vuelta
a la Corte, se formalizó el compromiso con los padres de la joven, que dieron
su aprobación como se la darían a la santísima Virgen. Ventura y Rita contraerían
matrimonio por poderes en aquel mismo año de 1751, y ella permanecería en
Zaragoza hasta que el arquitecto regresara para iniciar las obras de la Santa
Capilla.
Llegado a Madrid, la magia de aquellos meses inolvidables se
evaporó. Los diseños de la Santa Capilla recibieron críticas de la Real
Academia de Bellas Artes de San Fernando. Desde el Cabildo zaragozano le
solicitaban más planos, pero Ventura empezaba a sospechar que los canónigos no
tenían la menor intención de seguir sus previsiones sobre la organización del
templo. El retablo de Damián Forment continuaba en su sitio, condenando a la
futura Santa Capilla a permanecer tapada por esa bella tajadera que partía el
templo del Pilar en dos. Desde Zaragoza llegaban noticias aún más inquietantes:
Rita estaba enferma y Ventura no veía próximo el día en que podría
regresar.
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