Hasta hace poco era una categoría menor, una palabra
levemente peyorativa. El conocido era una persona con la que habíamos tropezado
en la vida por circunstancias ajenas a nuestra voluntad – nadie elige al vecino
de escalera o al pediatra de su hijo – con la que no existían vínculos
suficientes para fraguar una amistad. El conocido no era un amigo con el que
hubieras perdido el feeling, ni un compañero de colegio o un tipo con el que
hiciste la mili. A la relación con el conocido le faltaban borracheras
adolescentes, anécdotas escolares grabadas a fuego – cuando don Eulogio cogió a
Sesma de la patilla y lo levantó por los aires – o carreras con barrigazos por
las praderas que llevan a Peña Oroel. A menudo, el conocido nos caía un poco
mal.
Y un día llegaron las redes sociales. Al principio todo
sonaba a tontería, a moda pasajera que pronto sería tan ridícula como el
Tamagotchi o como decir “¡mola cantidad!”. Pero no fue así. Las redes sociales
echaron raíces y empezaron a cambiar el mundo tal como lo conocíamos, desde las
relaciones amorosas a las campañas electorales. Mantenerse hoy al margen de ellas
es casi imposible, porque desde el momento en que alguien conoce nuestro número
de teléfono se hace acreedor al derecho de enviarnos un WhatsApp, y si somos
usuarios de esa red tenemos los dos pies dentro del charco, nos guste o no.
Pero no se preocupen, que el charco no es profundo y chapotear en él también puede
ser placentero. Me voy a saltar el capítulo de los riesgos y acechanzas de las
redes sociales, la pérdida de la privacidad, los trolls, los chistes de mal
gusto o directamente delictivos y me voy a centrar en lo que realmente
interesa: en la silenciosa revolución del conocido.
En la era pre-digital las posibilidades de interacción
social con el conocido eran escasas. Se limitaban a la clásica cabezada hacia
atrás con elevación de barbilla, acompañada de un “hasta luego” y sonrisa
opcional, si el conocido en cuestión era de nuestro agrado. Todo esto ha cambiado
radicalmente. Una buena mañana descubrimos en nuestro teléfono – me voy a
saltar también esa parte que se maravilla de lo increíble que resulta esto -
que el conocido nos ha enviado una solicitud… ¡de amistad! “¿A qué fin?”, se
pregunta la parte más desconfiada de nuestro yo, mientras el animal social que
todos llevamos dentro ha tomado el control y pulsa invariablemente el botón de
aceptar. De pronto, empezamos a saber que el conocido tiene gustos musicales,
debilidades artísticas, opiniones políticas. Una forma de ser que
desconocíamos. A lo peor, todo lo que descubrimos de él en las redes sociales
confirma nuestros peores temores: que el conocido es un cantamañanas. Pero a lo
mejor – y es lo que ocurre en la inmensa mayoría de los casos – se nos revela
como una persona interesante y divertida.
Facebook, más que del amigo, se ha convertido en el reino del
conocido. En un sentido nobilísimo y renovado de la palabra. El conocido ha
pasado a ser un amigo potencial y eso es algo excitante porque el mundo, por
encima de todas las perrerías que nos hacemos continuamente los unos a los
otros, está lleno de gente que merece la pena. Pronto la cabezada será un gesto
tan pasado de moda como tocarse el ala del sombrero. Ya está siendo sustituida
por el detenerse y charlar, por el contacto físico, por la amistad cocida a
fuego lento. “¿Qué tal te fue en ese crucero por los fiordos que hiciste?” “Ah,
¿viste las fotos? Pues fantástico, chico, te lo recomiendo. Y sale muy bien de
precio”.
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