domingo, 11 de diciembre de 2016

EL CONOCIDO (11/12/2016)

Hasta hace poco era una categoría menor, una palabra levemente peyorativa. El conocido era una persona con la que habíamos tropezado en la vida por circunstancias ajenas a nuestra voluntad – nadie elige al vecino de escalera o al pediatra de su hijo – con la que no existían vínculos suficientes para fraguar una amistad. El conocido no era un amigo con el que hubieras perdido el feeling, ni un compañero de colegio o un tipo con el que hiciste la mili. A la relación con el conocido le faltaban borracheras adolescentes, anécdotas escolares grabadas a fuego – cuando don Eulogio cogió a Sesma de la patilla y lo levantó por los aires – o carreras con barrigazos por las praderas que llevan a Peña Oroel. A menudo, el conocido nos caía un poco mal.
Y un día llegaron las redes sociales. Al principio todo sonaba a tontería, a moda pasajera que pronto sería tan ridícula como el Tamagotchi o como decir “¡mola cantidad!”. Pero no fue así. Las redes sociales echaron raíces y empezaron a cambiar el mundo tal como lo conocíamos, desde las relaciones amorosas a las campañas electorales. Mantenerse hoy al margen de ellas es casi imposible, porque desde el momento en que alguien conoce nuestro número de teléfono se hace acreedor al derecho de enviarnos un WhatsApp, y si somos usuarios de esa red tenemos los dos pies dentro del charco, nos guste o no. Pero no se preocupen, que el charco no es profundo y chapotear en él también puede ser placentero. Me voy a saltar el capítulo de los riesgos y acechanzas de las redes sociales, la pérdida de la privacidad, los trolls, los chistes de mal gusto o directamente delictivos y me voy a centrar en lo que realmente interesa: en la silenciosa revolución del conocido.
En la era pre-digital las posibilidades de interacción social con el conocido eran escasas. Se limitaban a la clásica cabezada hacia atrás con elevación de barbilla, acompañada de un “hasta luego” y sonrisa opcional, si el conocido en cuestión era de nuestro agrado. Todo esto ha cambiado radicalmente. Una buena mañana descubrimos en nuestro teléfono – me voy a saltar también esa parte que se maravilla de lo increíble que resulta esto - que el conocido nos ha enviado una solicitud… ¡de amistad! “¿A qué fin?”, se pregunta la parte más desconfiada de nuestro yo, mientras el animal social que todos llevamos dentro ha tomado el control y pulsa invariablemente el botón de aceptar. De pronto, empezamos a saber que el conocido tiene gustos musicales, debilidades artísticas, opiniones políticas. Una forma de ser que desconocíamos. A lo peor, todo lo que descubrimos de él en las redes sociales confirma nuestros peores temores: que el conocido es un cantamañanas. Pero a lo mejor – y es lo que ocurre en la inmensa mayoría de los casos – se nos revela como una persona interesante y divertida.
Facebook, más que del amigo, se ha convertido en el reino del conocido. En un sentido nobilísimo y renovado de la palabra. El conocido ha pasado a ser un amigo potencial y eso es algo excitante porque el mundo, por encima de todas las perrerías que nos hacemos continuamente los unos a los otros, está lleno de gente que merece la pena. Pronto la cabezada será un gesto tan pasado de moda como tocarse el ala del sombrero. Ya está siendo sustituida por el detenerse y charlar, por el contacto físico, por la amistad cocida a fuego lento. “¿Qué tal te fue en ese crucero por los fiordos que hiciste?” “Ah, ¿viste las fotos? Pues fantástico, chico, te lo recomiendo. Y sale muy bien de precio”.

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