martes, 20 de diciembre de 2016

TIEMPO (18/12/2016)

La magnitud física más devastadora de la naturaleza se llama Tiempo. Le tenemos tanto miedo que lo llevamos colgado en la muñeca, con la esperanza de que teniéndolo siempre a la vista quizá podamos controlarlo. Es inútil. Ni el reloj más caro del mundo es capaz de impedir que cada golpe de segundero nos acerque un poco más a la extinción. Pensándolo bien, la industria relojera tiene algo de macabro, como los fabricantes de ataúdes o los tanatorios franquiciados.
Pero el tiempo no se detiene ahí. Después de acabar con nosotros acaba con los que nos conocieron, y pronto nos convertimos en los antepasados lejanos de alguien; un par de suspiros más, y el olvido ha dado cuenta incluso de los momentos más brillantes de nuestra biografía. Nadie recordará que una vez tuvimos catorce en la quiniela (pero cobramos poco porque hubo muchos acertantes) o que ganamos el trofeo Coca-Cola de redacción a los doce años. Pero conviene no desesperar, porque siempre hay casos peores: José Echegaray ganó el Premio Nobel de Literatura en 1904 – sí, como Bob Dylan – y no se acuerda de él ni el Tato; bueno, lo confunden con su hermano, que escribía zarzuelas.
Por suerte, y para que esta historia tenga algo de emoción, el Tiempo no siempre gana. Seguimos recordando al faraón Keops casi 5.000 años después de que hicieran su trabajo los gusanos. Y qué me dicen de Beethoven, Napoleón, Fleming o Lennon. Ahí tiene el Tiempo huesos verdaderamente duros de roer. Conseguir que tus compatriotas amontonen a golpe de látigo y en tu honor una cantidad ingente de bloques de piedra en mitad del desierto, es más que meritorio. La Novena Sinfonía es inmortal, las interminables guerras napoleónicas mataron a cientos de miles y la penicilina salvó a muchísimos más. En cuanto a Lennon, lo mató un descerebrado cuando aún le quedaban muchas buenas canciones por hacer.
Podemos echarle la culpa al Tiempo, pero este juego cruel de la posteridad necesita de todos nosotros, las sucesivas generaciones, para poder funcionar. Todas las creaciones artísticas, descubrimientos y hazañas humanas de hoy, serán revisadas por nuestros descendientes mañana, con un rigor y desapasionamiento directamente proporcionales a los años transcurridos. Más vale que nos apliquemos a hacerlo bien, o nuestras obras acabarán en el cubo de la basura. El arte contemporáneo es una disciplina particularmente expuesta a estos peligros. ¡Cuántas “performance” de tipos desnudos embadurnados de barro y tocando el tambor tuvimos que soportar en los benditos años 80! ¡Cuántos hierros retorcidos aspiraban a renovar el noble arte de la escultura! Como dijo Platón, otro sólido aspirante a la eternidad, “la belleza es el esplendor de la verdad”. De la falsedad, la impostura o las modas pasajeras nace la mediocridad que acaba siendo pasto del olvido. Si hoy no recordamos demasiado a José Echegaray, o a Jacinto Benavente, otro Nobel de Literatura, no es por falta de agradecimiento, ni el resultado de una conspiración maligna; es porque sus obras no son lo suficiente buenas. Con toda lógica, tampoco lo eran el día en que fueron escritas.
La semana pasada, el mundo entero se congratulaba del centenario del mítico actor Kirk Douglas, una estrella indiscutible del cine clásico de Hollywood. El hijo del trapero, consciente de que saboreaba el último momento de gloria de su larga y fructífera vida, miraba ansiosamente a las cámaras desde su rostro envejecido. Sus ojos abismados parecían decir: ni se os ocurra olvidarme, malditos bastardos... 

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