La magnitud física más devastadora de la naturaleza se llama
Tiempo. Le tenemos tanto miedo que lo llevamos colgado en la muñeca, con la
esperanza de que teniéndolo siempre a la vista quizá podamos controlarlo. Es
inútil. Ni el reloj más caro del mundo es capaz de impedir que cada golpe de
segundero nos acerque un poco más a la extinción. Pensándolo bien, la industria
relojera tiene algo de macabro, como los fabricantes de ataúdes o los
tanatorios franquiciados.
Pero el tiempo no se detiene ahí. Después de acabar con
nosotros acaba con los que nos conocieron, y pronto nos convertimos en los
antepasados lejanos de alguien; un par de suspiros más, y el olvido ha dado
cuenta incluso de los momentos más brillantes de nuestra biografía. Nadie
recordará que una vez tuvimos catorce en la quiniela (pero cobramos poco porque
hubo muchos acertantes) o que ganamos el trofeo Coca-Cola de redacción a los
doce años. Pero conviene no desesperar, porque siempre hay casos peores: José
Echegaray ganó el Premio Nobel de Literatura en 1904 – sí, como Bob Dylan – y
no se acuerda de él ni el Tato; bueno, lo confunden con su hermano, que
escribía zarzuelas.
Por suerte, y para que esta historia tenga algo de emoción,
el Tiempo no siempre gana. Seguimos recordando al faraón Keops casi 5.000 años
después de que hicieran su trabajo los gusanos. Y qué me dicen de Beethoven,
Napoleón, Fleming o Lennon. Ahí tiene el Tiempo huesos verdaderamente duros de
roer. Conseguir que tus compatriotas amontonen a golpe de látigo y en tu honor una
cantidad ingente de bloques de piedra en mitad del desierto, es más que
meritorio. La Novena Sinfonía es inmortal, las interminables guerras
napoleónicas mataron a cientos de miles y la penicilina salvó a muchísimos más.
En cuanto a Lennon, lo mató un descerebrado cuando aún le quedaban muchas
buenas canciones por hacer.
Podemos echarle la culpa al Tiempo, pero este juego cruel de
la posteridad necesita de todos nosotros, las sucesivas generaciones, para
poder funcionar. Todas las creaciones artísticas, descubrimientos y hazañas humanas
de hoy, serán revisadas por nuestros descendientes mañana, con un rigor y
desapasionamiento directamente proporcionales a los años transcurridos. Más
vale que nos apliquemos a hacerlo bien, o nuestras obras acabarán en el cubo de
la basura. El arte contemporáneo es una disciplina particularmente expuesta a
estos peligros. ¡Cuántas “performance” de tipos desnudos embadurnados de barro
y tocando el tambor tuvimos que soportar en los benditos años 80! ¡Cuántos
hierros retorcidos aspiraban a renovar el noble arte de la escultura! Como dijo
Platón, otro sólido aspirante a la eternidad, “la belleza es el esplendor de la
verdad”. De la falsedad, la impostura o las modas pasajeras nace la mediocridad
que acaba siendo pasto del olvido. Si hoy no recordamos demasiado a José Echegaray,
o a Jacinto Benavente, otro Nobel de Literatura, no es por falta de
agradecimiento, ni el resultado de una conspiración maligna; es porque sus
obras no son lo suficiente buenas. Con toda lógica, tampoco lo eran el día en
que fueron escritas.
La semana pasada, el mundo entero se congratulaba del
centenario del mítico actor Kirk Douglas, una estrella indiscutible del cine
clásico de Hollywood. El hijo del trapero, consciente de que saboreaba el
último momento de gloria de su larga y fructífera vida, miraba ansiosamente a
las cámaras desde su rostro envejecido. Sus ojos abismados parecían decir: ni
se os ocurra olvidarme, malditos bastardos...
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