La palabra viene del francés, y designa a ese baile tan
distinguido en el que se cambia de pareja y que aparece en toda película de
época dieciochesca que se precie. Que semejante muestra de refinamiento pueda
llegar a transformarse en una fiesta de nochevieja con Dj, recena, bolsa de
matasuegras y derecho a diez consumiciones alcohólicas de alta graduación, y
todo ello sin cambiar de nombre – cotillón –, es algo que escapa a mi
entendimiento. Supongo que es la simple evolución de las cosas. Celebrar la
llegada del nuevo año comenzó siendo una actividad de las clases acomodadas, y
al ir popularizándose ganó en espontaneidad, desinhibición e incluso diversión,
dejándose por el camino buena parte de la elegancia y el buen gusto. Que nadie
se enfade, por favor. Igual de respetable me parece el cotillón de la Sala Multiusos
del Auditorio con un Dj masacrando los tímpanos del personal, que el del Gran Hotel,
debajo de una lámpara de araña y con una big band amenizando con canciones de
esas que dicen “de toda la vida”. La diferencia es que al primero solo iría a
punta de pistola o a cambio de dinero. Al segundo estoy esperando a que me
inviten, hasta hoy, sin éxito.
Cada edad tiene su momento, claro está. Salir en nochevieja
es cosa de jóvenes, más que en ninguna otra del año; y no porque los de mediana
edad seamos gente aburrida o echada a perder, sino porque sabemos mucho más por
viejos que por diablos. Alguien que ha dejado atrás la frontera de la juventud
para meterse de lleno en el segundo acto de la función, debería tener el
conocimiento suficiente para saber que la noche de fin de año es siempre la
crónica de una decepción anunciada. Un fiasco. Aburrimiento servido en vaso de
plástico. Personalmente, puedo hablar con cierta autoridad. En noches de fin de
año he ido a cotillones cerrados, abiertos y semi-abiertos, a fiestas de
disfraces, a casas rurales, me he rebozado por el suelo, he caído en zanjas, he
visto doble, triple, he visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la
puerta de Tannhäuser, y he tenido resacas imposibles de describir. ¿Saben qué?
De todas esas largas horas de noctambulismo, apenas podría recordar uno o dos
momentos realmente memorables. He necesitado demasiados años para comprender
que, al menos en mi caso, tratar de divertirme por obligación, porque lo manda
el calendario, la tradición o simplemente la presión social, me provoca el
efecto contrario: la melancolía y el anticlímax. Cada día estoy más convencido
de que los momentos de felicidad rara vez se anuncian; más a menudo, surgen,
porque sí.
A la luz de esta sabiduría que me han proporcionado los
años, podrán imaginarse mis planes de cotillón para esta nochevieja: cuando se
apaguen los ecos de las campanadas, me arrellanaré en el sillón para apurar las
uvas viendo a Bertín Osborne brindar por la navidad en pleno mes de noviembre,
en ese especial fin de año enlatado en el que volverá a cantar sus villancicos
Raphael, exactamente igual que el día en que nací. A mi alrededor revolotearán,
excitados, mis queridos sobrinos. Recuerdo exactamente cómo me sentía en
aquellos momentos, los que iban desde las uvas hasta salir de casa, cuando
tenía su edad. Probablemente eran los mejores. Y cómo me asombraba la tranquila
resignación de los que se quedaban, en el colmo de la decadencia. Ahora soy un
señor de mediana edad, y no lo llevo mal. Jóvenes del mundo: llévenme la
contraria y disfruten a rabiar. Yo no pienso perderme el concierto de año nuevo
ni los saltos de esquí.
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