viernes, 5 de mayo de 2017

¡ICEBERG, JUSTO DELANTE! (30/04/2017)

El hombre que pronunció esas fatídicas palabras se llamaba Frederick Fleet y ha pasado a la historia como el vigía que avistó una gigantesca masa de hielo frente al Titanic la noche del 14 de abril de 1912. En realidad vio una enorme sombra oscura, todavía más negra que la noche, y golpeó tres veces la campana de aviso como estaba establecido. Eran las 23 horas y 40 minutos, y todo lo que siguió es historia bien conocida: el Titanic no pudo virar a tiempo, chocó lateralmente con el iceberg y se abrió una vía de agua que acabaría por enviar al barco a las profundidades abisales del océano Atlántico. 1514 personas perecieron en el accidente.
Más de un siglo ha transcurrido desde entonces y el interés del público por la tragedia no decrece. Libros, exposiciones y películas han mantenido viva la memoria de aquel maldito viaje inaugural que iba a llevar a los 2223 ocupantes del Titanic a Nueva York en un tiempo récord y rodeados de todo el lujo de la época. Cada uno según su clase social, claro está: el barco era un reflejo preciso de la sociedad de la Belle Epoque, con sus proezas científicas y sus miserias morales. En 1912, la envanecida civilización occidental se dirigía a toda máquina hacia la Gran Guerra que dejaría dramáticamente al descubierto todas sus contradicciones, de la misma forma en que el Titanic surcaba temerariamente el Atlántico desoyendo todas las advertencias sobre la presencia de icebergs en sus aguas. Se dio la fatal coincidencia de la ausencia de luna y la extraordinaria planitud de las aguas que no rompían en la base del hielo delatando su presencia, pero hoy es sabido que lo que realmente llevó al Titanic al fondo del mar fue el orgullo, esa enfermedad social propia de la modernidad. Orgullo que se atreve a desafiar a las fuerzas de la naturaleza. Orgullo que lleva al exceso de confianza, a la imprudencia y a la estulticia. 
¿No les suena todo esto? ¿No escuchan al mismísimo Frederick Fleet tocando la campana desde la cofa del Titanic? Como toda sociedad moderna siempre mira al pasado con desdén – también lo hacía la que construyó el barco más famoso del mundo – nos gusta pensar que las enseñanzas de la historia son para otros. Gravísimo error. Estoy convencido de que la persistencia del recuerdo del Titanic nace de la intuición de que aquella catástrofe guarda todavía muchas lecciones que son de absoluta vigencia hoy en día. Volvamos al infeliz vigía Fleet, sin ir más lejos. ¿Les parece sensato dejar el destino de un barco mastodóntico, carísimo, orgullo de la ciencia en manos de un jovenzuelo de 24 años, aterido de frío y sin más ayuda que sus ojos en medio de la noche? ¿Y qué me dicen de dejar al país más rico, poderoso, y armado del mundo en manos de un septuagenario narcisista y malcriado? Uno de los problemas más acuciantes de los tripulantes del Titanic durante la primera hora que siguió al impacto fue convencer a los pasajeros de que debían ocupar los botes-salvavidas porque el barco se hundía. Nadie se lo creía. ¿No se parece esto a las reiteradas advertencias de los científicos sobre el cambio climático y sus potenciales efectos devastadores sobre la tierra? 
El vigía Frederick Fleet sobrevivió a la tragedia. Dicen que nunca llegó a superar el trauma por una culpa que no le correspondía. Se suicidó en 1965, a los 77 años, y su cuerpo fue enterrado en el cementerio de indigentes de Southampton. La visión de aquella sombra en medio de la noche cambió su vida para siempre. Era un iceberg y estaba justo delante.         

No hay comentarios:

Publicar un comentario