viernes, 26 de mayo de 2017

EXPRÓPIESE (21/05/2017)

El difunto Hugo Chávez tenía la fea costumbre de pasearse por las calles de Caracas acompañado de una corte de fieles, señalando edificios y gritando: “¡Exprópiese!” Francamente, no creo que la expropiación forzosa tenga cabida en una lista de medidas sensatas de política económica para ningún país del mundo que aspire a la normalidad. Sin embargo, como medida excepcional para la satisfacción del interés general sigue siendo un arma jurídica a la que no se debería renunciar. ¿Existen límites a la propiedad privada? Como las meigas, haberlos, haylos, y hace unas semanas juro por lo más sagrado que me tropecé con uno. 
Era la fiesta anual del escabechado en Castejón de Valdejasa. El pueblo entero desprendía un aroma a conejos y perdices, cocinados con esa receta que los castejoneros han elevado a la excelencia. Nuestra intención era hacer una ruta en bicicleta por los pinares que rodean la población, pero el plan sufrió una modificación inesperada: reservamos mesa en Casa Arrieta para la vuelta, acortamos la ruta y comenzamos a pedalear embriagados por las promesas escabechadas que flotaban en el aire. ¡Dios bendito, qué paisajes! Para mi vergüenza, poco o nada sabía de que a 38 kilómetros de Zaragoza teníamos una de las masas de pino carrasco autóctono más importantes de la península. La excursión fue un bonito sube y baja por caminos no demasiado exigentes, entre campos de cebada y pinos centenarios. Para rematar, mis amigos Pablo Marín y Juan Urraca, mucho más jóvenes e impetuosos que yo, se empeñaron en subir a lo alto de un imponente castillo que se nos apareció en el horizonte. Bien por ellos. Llegué arriba con el corazón enloquecido pero con la suficiente lucidez para saborear aquellas viejas piedras. Distinguí la torre del homenaje con una peculiar decoración renacentista. Los torreones islámicos. Las formaciones de roca que el viento y la erosión habían convertido en monumentales pináculos. Si hubiera tenido mi cuaderno de las ideas a mano y cien pulsaciones menos por minuto, me hubiera puesto a escribir un western allí mismo. 
Regresamos al pueblo y nos entregamos por fin a la fiesta gastronómica que nos habíamos prometido. Nuestros anfitriones, Santiago y Olga, nos colmaron de atenciones y disfrutamos de una comida espectacular. Pregunté por aquel viejo castillo que me había dejado impresionado por su belleza y su abandono. ¿Cómo podía Castejón tener esa joya patrimonial en tal estado de ruina? No tardé en averiguar el motivo: el castillo de Sora, que así se llama la vieja fortaleza, es propiedad privada del duque de Villahermosa. Al parecer, el nobilísimo prócer – uno de los títulos más importantes de España – no hace demasiado por su conservación ni se ha mostrado receptivo a los intentos de algunas instituciones por devolverle su esplendor. La sangre ya me hervía por el sofocón que llevaba en el cuerpo, pero el conocimiento de la injusticia la calentó aún más. “¡Exprópiese!”, pensé allí mismo con acento casi venezolano. ¿Alguien podría concebir una acción más concreta y valiente para luchar contra la despoblación? ¿Tuvo algún duque oportunidad mejor de mostrar su grandeza que cediendo el castillo a la comunidad? Por favor, vayan a conocer Castejón de Valdejasa y sus escabechados. Lean el fantástico libro que la ubicua Marisancho Menjón dedicó al castillo de Sora hace algunos años. Les invitaría a subir a él, pero no quiero incitar a nadie a cometer delito de allanamiento. Aunque no habría delito más noble en este mundo.    

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