domingo, 21 de mayo de 2017

FAMOSOS (07/05/2017)

Ser famoso tiene que ser un fastidio. Que te reconozcan por la calle, que te señalen, que te paren constantemente para hacerse fotos contigo … ¿quién podría desear algo así? Imagino que al principio la cosa tendrá su gracia; después de todo, a nadie le amarga el dulce del afecto de los demás cuando es verdadero. Por desgracia para el famoso, habrá muchas otras veces en que el presunto admirador solo quiera la foto para presumir ante los demás y que el afecto sea tan poco sincero que ni siquiera se moleste en disimular. Ese día se sentirá como un mono de feria y deseará ser una persona como las demás. 
El problema de algunas profesiones es que la persona misma es el producto, y que ganarse la vida pasa indefectiblemente por ser popular. Piensen en los actores, cantantes, políticos, deportistas de élite o presentadores de televisión, atrapados en la cruel paradoja de la fama: cuanto más éxito tengan en su trabajo, más notoriedad, dinero y reconocimiento alcanzarán, pero también crecerá su aislamiento y las dificultades de hacer una vida normal. Lo que acaba pasando factura: la falta de contacto con la realidad suele provocar desarreglos emocionales que hacen que muchos famosos estén un poco desequilibrados, dicho sea con todo el cariño. 
¿A alguien le quedan ganas? A juzgar por el éxito de los programas de talentos y realities que llenan las parrillas de televisión, los aspirantes a la fama son legión, aunque para alcanzarla tengan que adelgazar veinte kilos en una isla desierta, aguantar estoicamente los desprecios de un jurado o declarar amor eterno al primero que pase. La ilusión de que cualquiera puede convertirse en una estrella gracias a Youtube o Instagram ha agudizado todavía más esta tendencia. Han aparecido nuevas categorías de famosos como la de los “influencers”, guapísimas y guapísimos modelos que encarnan un ideal al que aspiran millones de jóvenes y que son aprovechados por las marcas para vender sus productos. Los “influencers” suben fotos a las redes en las que siempre aparecen estupendos, viajando por lugares exóticos y viviendo una fiesta permanente. 
El problema de esta evolución del fenómeno es que ha acabado por pervertirlo por completo. En la sociedad anterior a la revolución digital, la fama llegaba por añadidura: era el resultado de destacar en una actividad determinada. Estaban las estrellas del cine o de la canción, pero también eran famosos los científicos, los literatos o los pintores. Todo el mundo sabía quién era Christian Barnard o Camilo José Cela porque eran modelos sociales a los que se admiraba. La actual exaltación de la fama ha creado tal competencia por aparecer en los medios que ha convertido la tarea en un oficio en sí mismo; tan laborioso que ha provocado que muchas personas dignas de admiración que tendrían mucho que decir a la sociedad no reciban la atención de los medios porque a estos no les queda espacio o porque no tienen ni el tiempo ni las ganas de reclamarlo. Como resultado, todo el mundo sabe quién es el zangolotino del hijo de Ortega Cano pero pocos conocen a Jesús Santamaría, catedrático de ingeniería química de la Universidad de Zaragoza que dirige una prometedora investigación oncológica basada en los catalizadores. 
Esta es nuestra realidad y con ella tenemos que lidiar. En compensación a estas pequeñas miserias, disfrutamos hoy de un acceso al saber y a la información como no se ha conocido jamás. Además, la historia siempre acaba poniendo las cosas en su sitio. A los famosos, también.      

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