lunes, 17 de julio de 2017

JUANA BIARNÉS (16/07/2017)

Aquellos que ven el mundo como un lugar injusto y despiadado suelen afirmar que el esfuerzo o el talento no son determinantes para alcanzar el éxito. Que hay otras fuerzas más oscuras que trabajan para que los mejores no obtengan su recompensa. Así, los cajones del mundo estarían llenos de obras maestras que no llegaron a ver la luz porque sus autores no tenían los contactos necesarios o fueron pisoteados por competidores con menos escrúpulos. No me lo creo. Como soy un optimista incorregible, creo que la justicia es una fuerza invencible. A veces muy lenta - que se lo digan al pintor de Altamira, que tuvo que esperar 15.000 años para que el mundo reconociera su arte – pero siempre acaba su trabajo. La fotógrafa catalana Juana Biarnés, cuya obra se expone este verano en La Lonja de Zaragoza, ha tenido la suerte de comprobarlo en vida. 
Pionera del fotoperiodismo, Juana llegó al oficio de la mano de su padre, un esforzado “fotógrafo para todo” en la Tarrasa de los 50. Al principio la cámara no le atraía demasiado. La cogió por amor a su padre y descubrió que le gustaba ver el mundo a través de ella. Tuvo que aguantar las groserías del machismo de la época, incapaz de concebir a una mujer en un oficio creativo e independiente. En el primer partido de fútbol que le tocó cubrir, el árbitro detuvo el juego al verla junto a una de las porterías y quiso expulsarla. El graderío era un clamor: “¡A fregar!” “¿Buscas novio o qué?” El asunto se aclaró pero es fácil imaginar la conmoción que causaría en su ánimo una escena tan desagradable. 
No se arrugó. Primero dio el salto a Barcelona y posteriormente a Madrid, contratada por el diario Pueblo. Las palabras que le dirigió su padre, entre entristecido y orgulloso cuando la vio marchar a la capital, marcarían definitivamente su destino: “No hagas nunca algo que me haga bajar la cabeza”. La joven Biarnés marchó a Madrid con el ruego de su padre sonando en su cabeza. Llegaría el día en que tendría que acatarlo. Pero mientras tanto triunfó. El carácter extrovertido y honesto, la valentía y el talento la catapultaron a la cima de la profesión y su cámara retrató a la España del tardofranquismo con sus luces y sus sombras. Lola Flores, Marisol, Antonio, la duquesa de Alba, Raphael, Dalí, Serrat, Tom Jones, The Beatles, Hemingway, Polansky, Nureyev. La nómina de figuras a las que fotografió es inacabable. 
Pero un día todo cambió. A principios de los 80, el fotoperiodismo de sociedad dio un brusco giro hacia la zafiedad y el amarillismo. Había nacido el fenómeno de los paparazzi, los perros de presa de la fotografía. Juana volvió a escuchar las palabras de su padre y se juró respetarlas. Abandonó el oficio y marchó a Ibiza a montar un restaurante junto a su marido. Sus miles de fotografías fueron a parar al fondo de un cajón, como la obra de aquellos artistas malditos. Olvidadas por todos, menospreciadas incluso por su autora que se disponía a destruirlas por falta de espacio, fueron rescatadas por un investigador en 2012. Entonces vino el reconocimiento, los libros, las exposiciones y hasta un documental. La justicia había vuelto a hacer su trabajo. 
Su condición de mujer fue un brutal inconveniente primero, una cierta ventaja después y hoy es su carta de presentación en la historia de la fotografía. Lo que no es del todo justo. Porque Juana Biarnés es, por encima de todo, un excepcional fotógrafo. Y por esa razón, más que por ninguna otra, su obra es excepcional. Por favor, acudan a La Lonja y no se la pierdan.

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