jueves, 10 de agosto de 2017

LOS ANIMALES NUNCA SE EQUIVOCAN (06/08/2017)

Desde hace un tiempo, el cuarto de estar de mi casa lo preside una lámina en la que se lee: “Los animales son nuestros amigos”. Acompañan a tan bienintencionada leyenda unas figuras de animales sonrientes, esforzadamente coloreadas por mi hijo Manuel, de 3 años. En la guardería a la que acude cada día a labrarse un porvenir piensan que además de cultivar el género abstracto, abstractísimo, conviene facilitarle el trabajo dándole figuras para colorear “sin salirse”, una de las primeras tareas complejas a las que se enfrenta el ser humano y que debe superar con éxito antes de lanzarse a descifrar el genoma o inventar el chupa-chups. Como Manuel todavía no sabe leer, deduzco que el texto que acompaña a los dibujos va dirigido a sus padres, en una suerte de dos por uno educativo que es muy de agradecer. 
El problema es que la paternidad me ha cogido ya bien entrado en los cuarenta, el parteaguas de la vida, esa edad tan peligrosa en la que uno puede caer en las garras del cinismo más absoluto o meterse en el coro de la parroquia, empezar a darle al frasco más de la cuenta o hacerse un obseso del running. Juro que me esfuerzo cada día en ser mejor persona, pero cada vez que leo eso de que “los animales son nuestros amigos” – y ocurre todos los días porque tengo la lámina en la visual de la televisión – la mente se me desmanda y empieza a producir cinismos como si fuera una factoría industrial. ¿Qué pensaría de semejante sentencia nuestro antepasado que corría por su vida perseguido por un tigre de dientes de sable? ¿Y qué piensan hoy los ganaderos de los Monegros cuando sus rebaños son atacados por un lobo solitario y despistado, que no ha olvidado sus instintos depredadores? Mi hijo Manuel merienda un bocadillo de jamón mientras ve en la televisión un episodio de Peppa Pig… ¡Por el amor de Dios, uno no se come a sus amigos! 
Antes de que las encantadoras profesoras de mi hijo me retiren el saludo para siempre – guardería Aitana en La Almozara, Zaragoza; la recomiendo encarecidamente – voy a escribir un poco en serio. Me parece muy bien que a los niños de hoy se les eduque en el respeto a los animales. Nuestra sociedad ha evolucionado en este aspecto a una velocidad asombrosa. Pasatiempos tan arraigados como la caza o tradiciones tan ricas como la tauromaquia están tocados de muerte porque no encajan con la nueva sensibilidad animalista. Y estoy convencido de que vamos en la buena dirección. El problema viene con la mala digestión de las ideas por parte de algunos, cuando por el camino de la virtud se llega al exceso. Cuando se pasa del respeto a los animales a considerarlos como iguales, que es la cosa más absurda que se pueda imaginar. Los animales nunca se equivocan, claro; no votan a Donald Trump ni se cargan el planeta que les alberga mientras miran hacia otro lado. Pero eso es porque no tienen capacidad de elegir. Les garantizo que si los cerdos tuvieran posibilidad y recursos, los que estaríamos entre pan a la hora de la merienda seríamos nosotros y no ellos. 
Respeto mucho el amor por los animales pero si un lobo despistado se adentra en los Monegros y se dedica a matar rebaños, por favor, sáquenlo de ahí lo más rápida y civilizadamente posible. Porque allí donde la convivencia con el ser humano se hace extremadamente difícil por la competencia y el conflicto, es casi un imperativo ecológico que nuestros intereses se impongan. Sin provocar matanzas como antaño, pero marcando el territorio. Lo contrario sería pensar que somos todos muy amigos.

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