lunes, 16 de octubre de 2017

ESPAÑA (15/10/2017)

Ocurrió durante una visita al País Vasco, en una casa rural rodeada de un bosque tan verde que parecía irreal. Han pasado casi 15 años y el clima político que se respiraba entonces, como sabrán todos los que tengan edad suficiente, no se parecía nada al actual: ETA era una triste realidad que enturbiaba con demasiada frecuencia la convivencia, y era casi imposible viajar a aquella tierra sin dejar de pensar en lo que estaba ocurriendo detrás de su belleza y sus paisajes. Nos disponíamos a pagar la cuenta después de pasar un fin de semana idílico en la reserva de Urdaibai, Vizcaya, cuando la dueña de la casa se empeñó en conocer mi segundo apellido para incorporarlo a su base de clientes. Juro que quise hablar suavemente pero las cuerdas vocales no me obedecieron. “¡España!”, grité. La mujer vasca dio un respingo, mi voz rebotó en la piedra del caserío centenario y una vaca que pastaba en un prado cercano levantó la cabeza sobresaltada. Fueron los nervios del momento, la incomodidad que me causaba revelar mi segundo apellido en un lugar tan rematadamente vasco, no lo sé. 
Si alguna vez sentí vergüenza por llamarme España, sobre todo en el colegio, al escuchar la risita del gracioso de turno cuando el profesor pasaba lista, debo decir que hoy es agua pasada. Es más, creo que me siento bastante orgulloso. Es el nombre de mi país y el de mis tres Españas favoritas: mi madre, Conchita, y sus dos hermanas, Marga y Elena, tres mujeres excepcionales que a fuerza de ser buenas nos han hecho casi buenos a los demás, que no les llegamos a la suela del zapato. Todas estas peripecias personales vienen al caso porque, en estos momentos de efervescencia del eterno problema catalán, cuando la sociedad española recuerda de pronto que tiene una identidad nacional y unos símbolos, creo que un servidor, por razones patronímicas, tiene bastante ventaja. Ni antes ni ahora se me ha ocurrido jamás emplear la palabra estado como sustituta de la denominación España, porque sería como renunciar a mi propio nombre. 
¿Qué habría sido de Pablo Iglesias si le hubiera caído en suerte este ilustre apellido? Se lo habría hecho amputar, probablemente. Corría como la pólvora estos días en las redes sociales un vídeo del líder de Podemos en el que se declaraba incapaz de pronunciar la palabra España y se lamentaba del contorsionismo verbal al que tenía que recurrir a menudo para evitarla. Sí, ya sabemos que en la hemeroteca del hombre de la coleta es posible encontrar casi de todo: desde sosegados análisis políticos a declaraciones incendiarias que bordean lo delictivo. Lo que no se acaba de entender muy bien es por qué alguien pondría tanto empeño en presidir un país cuyo nombre no se atreve a pronunciar. Que conste que no hay nada de estético en esa resistencia: Pablo Iglesias no utiliza la palabra España porque cree que la izquierda perdedora de la guerra civil – sí, aunque parezca increíble, aún hay gente que piensa en estos términos – no tiene nada que construir sobre esa España que identificarán siempre con el franquismo. 
Madre del amor hermoso. Lo que tiene este chico, porque de pronto caigo en la cuenta de que solo tiene 38 años, es un complejo de inferioridad nacional del tamaño de Groenlandia. Le ha puesto un barniz intelectual, pero es perfectamente reconocible. Como dijo el psiquiatra López Ibor hace más de medio siglo, el complejo más español que existe. A los de mi apellido, perdonen la inmodestia, estas cosas no nos pasan. Y nos cuesta muy poco decirlo. Viva España.

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