domingo, 22 de octubre de 2017

UN SEÑOR DE MEDIANA EDAD (22/10/2017)

Me está ocurriendo algo inesperado y a la vez perfectamente previsible: con el paso de los años, me atraen más los actos tradicionales de las fiestas del Pilar que los puramente lúdicos, aquellos que podrían tener lugar en cualquier otro momento del año. Es inesperado para mí, porque durante años viví el 12 de octubre como un día perdido, de pura resaca, y es perfectamente previsible para el resto del mundo que ve con más claridad que yo el hecho de que me he convertido en un señor de mediana edad. 
Hace unos años comencé a asistir a la misa de 8, el día del Pilar, para honrar así una larga tradición de mi familia política. Al principio me parecía algo tan extraño que a veces dudaba si no estaría en un sueño, caminando en la primera claridad del día por la ribera del Ebro en dirección al Pilar, pero sin moverme de la cama. No, aquello era real. Era yo, con el cachirulo al cuello, repeinado y perfectamente sobrio, dispuesto a asistir a una misa de una hora de duración que iba a ser indistinguible de la del año anterior, y esta, a su vez, de la del anterior. Incluso admitiendo que la promesa del chocolate con churros posterior ayudaba a vencer la lógica resistencia, era evidente que algo estaba pasando dentro de mí. 
Con el paso del tiempo hice mía la tradición, y la misa, el madrugón y el paseo por la ribera dejaron de parecerme algo extraordinario. Sentí que había que ir un poco más allá y nos planteamos un objetivo más ambicioso: la misa de Infantes. Ojo, que estamos hablando de algo muy serio: los infanticos cantan la misa en la Santa Capilla del Pilar… ¡a las 4 y media de la mañana! Lo que plantea problemas logísticos de primera magnitud. ¿Nos acostamos o empalmamos? Cuando acaba la misa, ¿nos volvemos a la cama? ¿A qué hora abre la primera churrería en Zaragoza? Sin tener todas las respuestas, un año nos lanzamos a la aventura. Era noche cerrada y las aguas del Ebro eran tan negras que solo reflejaban las luces de las farolas. En dirección contraria venían jóvenes solitarios que regresaban a sus casas dando tumbos y que debíamos esquivar como si fuera un videojuego. Nos gustó la experiencia. Porque la Santa Capilla es un lugar mágico, porque los infanticos hacen la misa mucho más llevadera y porque todos los que estábamos allí nos habíamos dado el madrugón de nuestras vidas para celebrar una tradición que los zaragozanos hemos conservado desde tiempo inmemorial. El problema de la Misa de Infantes es repetir al año siguiente. ¿Cómo convertirla en una costumbre si cada año te vuelves a hacer las mismas preguntas a las que es tan difícil responder? ¿Nos acostamos o empalmamos? Por el amor de Dios, ¿a qué hora abre la primera churrería decente en Zaragoza? 
Y este año dimos el paso definitivo: acudir al acto festivo más tradicional que existe, la mítica Ofrenda de Flores. Mi familia amaneció el día 12 perfectamente pertrechada con su trajes tradicionales mientras yo solo alcancé a conseguir unas ropas prestadas que comencé a probarme cinco minutos antes de salir. El desenlace era previsible: en el pantalón baturro cabía yo, y tres como yo. Me arrugué. Decidí que haría la ofrenda vestido de paisano, desde la acera, como una especie de aguador, fotógrafo y chico para todo. ¡Luego descubrí que no estaba solo! Decenas de padres-maridos hacían el recorrido conmigo, en la acera, siguiendo a sus familias. A pesar de mi papel gregario, me gustó la experiencia y pienso repetir. Si sigo así, pronto empezaré a cantar jotas. Creo que se me va a dar bastante bien.

No hay comentarios:

Publicar un comentario