Decir que Michael Jackson fue una persona extravagante, sería quedarse muy corto. Sus múltiples rarezas profilácticas, quirúrgicas y pigmentarias, estaban más cerca de la psiquiatría que de la excentricidad que suele atacar a las estrellas de la industria del entretenimiento. Es difícil conocer la verdad sobre las interioridades de una familia como los Jackson, donde nació y se crió el pequeño Michael, pero parece evidente que algo se rompió en su interior desde muy pronto. Aunque imagino que habrá voluminosos tratados publicados sobre el tema, que ahora se venderán como rosquillas, creo que el padre de Michael nos ha ahorrado el esfuerzo de leerlos: su comparecencia ante la prensa promocionando su sello discográfico, al día siguiente de la muerte de su hijo, no pudo ser más reveladora. Si dicen que con la edad las personas nos hacemos más flexibles, imagínense cómo sería papá Joseph Jackson en su plenitud, cuando el niño Michael cantaba junto a sus hermanos con aquellos peinados afroamericanos, como balones de playa: un cruel explotador de muchísimo cuidado. El propio Michael confesó, años después, las innumerables perrerías y humillaciones que sufrió de su progenitor. Llegaba a vomitar de puro miedo, con sólo verlo aparecer. Su carrera artística fue la única salida, primero para evitar la furia de su padre-manager, y después para escapar de él. Y resultó que debajo de ese niño prodigio, había mucho más. Michael Jackson, además de un gran cantante y bailarín, demostró ser un compositor notabilísimo. Echó a volar, libre al fin, y logró un éxito planetario, inimaginable. Por desgracia para él, no pudo disfrutarlo. El miedo jamás le abandonó. Debajo de la máscara, cada vez más agrietada, se escondió siempre el niño. El rey del pop. El rey asustado.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario