viernes, 3 de julio de 2009

MOHAMED (03/07/2009)

Hace un calor achicharrante pero parece que la cosa no va con él. Gomina abundante, gafas de sol montadas sobre el pelo negro rizado, bermudas y sandalias de marca. Fresquito y hecho un pincel. Dos metros por detrás, su mujer, embarazada, hiyab en la cabeza, túnica y pantalones. Como manda la tradición. La aplicable a su señora, claro está, no a las demás: al joven musulmán no parece importarle demasiado vivir en un país en el que las mujeres muestran el pelo, los brazos o las piernas. Por los constantes giros de su cuello, diríase que está muy complacido. No iré más allá, juzgando a los personajes de esta estampa. Podría equivocarme. Tampoco pido una ley que prohíba determinadas ropas islámicas tradicionales. Que cada uno vista como le apetezca. Lo que sí me invita a pensar, es en cuán parecidas son las culturas que, a menudo, creemos tan diferentes. Todas las religiones, la católica también, además de predicar principios filosóficos maravillosos, son profundamente conservadoras del orden social en el que nacieron, hace cientos de años. En ese orden social, los hombres dominaban todos los resortes del poder. Con facilidad, porque si a una mujer se le ocurría discutirlo, recibía un puñetazo. Sólo había un recurso, al alcance de las féminas, ante el cual el hombre se sentía vulnerable: el sexo. ¿Cómo combatirlo? Convirtiéndolo en pecaminoso y sucio, cuando se practicase fuera del orden establecido. Tapando el cuerpo de la mujer. Para las urgencias masculinas, ya estaban los harenes y los prostíbulos. En occidente, ese orden social saltó por los aires hace años y la mujer comenzó a liberarse del yugo. En el mundo musulmán, sigue vigente. ¿Hasta cuándo? De pronto, Mohamed ya no es tan forastero. Se parece a nosotros, mucho más de lo que pensamos.

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