Hace unos meses,
en una chopera junto a la carretera, apareció el cadáver de un hombre. Alguien
lo había dejado allí tirado, después de liquidarlo a balazos, indocumentado,
con la esperanza de que el caso pasara a engrosar la lista de los crímenes sin
resolver. Esperanza vana. La guardia civil, a quien se adjudicó la
investigación por tratarse de un pueblo pequeño, comenzó a tirar del ovillo y
acabó deteniendo a los culpables, un grupo de traficantes que se encontraba de
paso en España. Al parecer, se trataba de un ajuste de cuentas porque la
víctima viajaba con sus asesinos cuando se produjo el crimen. Este es el tipo
de noticias que no llaman demasiado la atención – se trata de un suceso más
bien vulgar – pero que describe muy bien la clase de país en el que vivimos: en
España, si te cargas a alguien, tienes muchas posibilidades de acabar entre
rejas. Un rasgo que distingue a las sociedades avanzadas de aquellas otras que
viven más cerca de ese “estado de naturaleza” del que hablaba Rousseau. En las
primeras existe una maquinaria policial y judicial muy bien engrasada, es decir
motivada y razonablemente bien pagada, para que se cumpla aquel viejo dicho de
que quien la hace la paga; en las otras, y tenemos abundantes ejemplos en
países centroamericanos, la policía puede llegar a ser tan peligrosa como los
mismos delincuentes, y la impunidad suele ser ley aún en los delitos más
graves. Estos días de verano, en España, la prensa recoge noticias de
asesinatos que se convierten en terriblemente mediáticos. Sin embargo, hay
otros de mucho menos relumbrón. ¿Quién investiga y resuelve el asesinato de un
extranjero, traficante, con escaso o ningún vínculo con nuestro país? Un cuerpo
policial de primer nivel mundial, como el español. Con nuestros impuestos lo
pagamos. No me cuesta nada sentirme orgulloso.
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