Después de arduas
negociaciones, el pasado 14 de julio se firmaba en Viena el acuerdo para
limitar el programa nuclear iraní, por el que el régimen de los ayatolás se
compromete a no desarrollar ni adquirir “bajo ninguna circunstancia” armas
nucleares. El asunto, cuyas auténticas repercusiones se nos escapan a los
simples mortales, justificó la reunión de los países más poderosos de la
tierra: Estados Unidos, Rusia, China, Gran Bretaña, Francia y Alemania. Sería
difícil encontrar, dentro de las actividades humanas, una disciplina más
hipócrita que la diplomacia nuclear internacional. El punto de partida de
cualquier negociación sobre el tema debe comenzar así: yo tengo derecho a
poseer armas nucleares y tú no. ¿Por qué? – pregunta alguien. Por dos motivos –
responde el otro. Porque no eres mi amigo y porque no me fío de ti. Y así acaba
todo. Bueno, a continuación el iraní toma la palabra y larga un
discurso-denuncia sobre la injusticia que supone que su gran enemigo – Israel –
disponga del arma y ellos no. No sé exactamente qué ocurre después. Imagino que
todos dirigen su mirada a Obama y este enseña su bonita dentadura mientras
dice: ¿pasamos a discutir los detalles? Legiones de funcionarios preparadísimos
pergeñan un estricto calendario de inspecciones para impedir que los ayatolás
nos tomen el pelo, se alcanza el acuerdo, y se levantan las sanciones que
pesaban sobre Teherán desde tiempos inmemoriales. Fotos conmemorativas,
apretones de manos y fin de la historia… No me interpreten mal. Bendita
diplomacia y bendita hipocresía. Cuando se negocia en el siniestro mercado de
los pepinos nucleares, hay que dejarse los escrúpulos en casa. Lo importante es
minimizar riesgos y conseguir que Hiroshima siga siendo irrepetible. ¿Y en las
fotos? Sonreír, sonreír. Como si no hubiera un mañana.
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