Mi carrera de
árbitro de baloncesto fue fugaz. Como buen empollón que soy, del reglamento me había
aprendido hasta el pie de imprenta y mis jefes llegaron a la conclusión de que estaban
ante una joven promesa del arbitraje aragonés. No tardaron mucho en averiguar
su error. En mi primer partido se produjo la increíble fatalidad de que el
equipo local, que ganaba de tres puntos a pocos segundos de la bocina final,
encajó un triple desde una distancia sideral – y probablemente fuera del tiempo
reglamentario – lo que le llevó a una prórroga que indefectiblemente perdió. Lo
último que recuerdo es que abandoné el pabellón atravesando un pasillo humano
que gritaba histéricamente: “¡Rabanito! ¡Rabanito!” Mi segunda experiencia no
fue mejor. Uno de los jugadores se abalanzó sobre mí y lo tuvieron que sujetar
entre varios compañeros. Al parecer le sentó fatal que al venir a pedirme
explicaciones tras el partido - de muy
malos modos, por cierto - yo le contestara que su verdadero problema era que no
sabía perder. La tercera fue la guinda. A uno de los escasísimos espectadores
que contemplaban el partido se le ocurrió tomar el nombre de mi madre en vano,
y esta vez fui yo el que quise las explicaciones: paré el partido, subí a la
grada y le pregunté al individuo – que se quedó blanco como la nieve – que por
qué afirmaba que mi madre era una prostituta, si no la conocía de nada… Allí
acabó todo. Aquella experiencia me enseñó que un árbitro debe tener una personalidad
de acero – es obvio que yo no la tenía - y despertó en mí una admiración por el
colectivo que he conservado hasta hoy. Hace unos días, el jugador del Barcelona
Gerard Piqué fue expulsado por mentar a la madre de un juez de línea y me
alegré. Ayer le sancionaron con 4 partidos y me alegré todavía más. De haber
estado delante se lo habría dicho: no te piques, Piqué.
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